Dani García no es solo un aclamado chef en España, sino en toda Europa. Si algunos entendidos hacen sus listas con los 20 chefs más importantes de dicha región, el día de hoy, probablemente en más de la mitad, estaría García. Consiguió su primera estrella Michelin a los 25 años en el restaurante familiar. En el 2018 obtuvo tres estrellas Michelin para su local en Marbella, el cual cerró apenas un mes después de lograrlas. Hoy cuenta con más de diez restaurantes, incluidos los de Londres, Dubái y Nueva York.
Algo similar hizo Sebastien Bras, chef hijo del icónico francés Michel Bras, quien justificó su decisión por la necesidad de “sentirse libre sin tener que pensar“ si sus “creaciones complacerán o no a los inspectores de la Michelin”, asegurando que “los clientes no van a notar la diferencia”.
Eric Boschman, un reputado sumiller, junto con Samy Hosni, periodista, ambos belgas, decidieron hacer un experimento. Compraron varios vinos en un supermercado y en una cata privada a ciegas escogieron el que les pareció el peor. Luego cambiaron su etiqueta por una muy elegante diseñada por ellos, cambiaron también la marca original por una pretenciosa, inventada: Château Colombier, y lo inscribieron en un importante y conocido concurso europeo con vinos de todo el mundo. El precio de su botella seleccionada para la competencia: 3,00 euros.
Para su inmensa sorpresa, fueron adjudicados con la medalla de oro.
La descripción de los jueces que otorgaron el primer premio a este muy humilde vino rezaba: “Paladar suave, nervioso y rico con aromas limpios y jóvenes que prometen una agradable complejidad”.
Boschman bromeaba al respecto comentando: “Cuando te ofrecen una botella o te están describiendo un vino, parece que están salvando el mundo. ¡Una enfermera salva el mundo, no un sumiller! No hay que tomárselo tan en serio, algunos han olvidado que el vino es placer”, explica.
Algo tienen en común todas estas historias: profesionales de primer nivel hartos del show, buscando a su modo volver a las raíces liberándose de la cultura del espectáculo. No hay duda de que la gastronomía ha tomado vuelo en las últimas décadas, y esto ha conllevado a que toda la industria crezca a nivel mundial y que la profesión tenga un mayor respeto. Sin embargo, es imposible evitar que el show se cuele por la ventana y que millones de nuevos consumidores se queden en lo superficial, en el espectáculo, nutriéndose de las listas, los rankings, los premios y las medallas, o en nuestro mercado, más criollo, que sean seducidos por algún influencer contratado que no tiene idea de la diferencia entre una papa frita con salsa de tomate y unos espárragos con salsa velouté. A largo plazo, la única forma de ganarle terreno al show es con una demanda educada, es decir, consumidores más entendidos. Tarea difícil. Hoy por hoy, salvo algunas excepciones, es mucho más rentable ser parte del show. (O)