El relato bíblico sobre el pedido de Yahvé a Abraham de que sacrifique a su único hijo, Isaac, en lo alto del Monte Moriah, es una de los tantos relatos estremecedores y extraños del Antiguo Testamento, que ha sorprendido durante siglos a la humanidad. Una de las reflexiones notables es la del filósofo danés Kierkegaard, que le dedicó un libro titulado Temor y temblor, donde se plantea las cuestiones éticas sobre la injerencia de un padre en la vida de un hijo. Consideró a Abraham el “caballero de la infinita resignación”, dispuesto a uno de los mayores sacrificios. La realidad indica lo contrario: lo que menos sacrificarían los padres sería a los propios hijos. Incluso, los hay que llegarían a sacrificarse a sí mismos. En los juicios, los padres están exentos de declarar contra sus hijos porque pasarían a tener una “crisis de conciencia”. A partir de este punto se baraja el conflicto de la reciente novela del escritor cuencano Carlos Vásconez: El hijo de las dos memorias (Seix Barral, Colombia, 2023).

Breve, concisa, en poco más de 130 páginas, esta novela aborda el conflicto de un padre, quien narra la novela, y de su esposa, frente al escándalo de que su único hijo, Matías Elías, es un asesino de tres personas y violador de otras dos. La narración del padre está marcada por el tormento de lo inmediato: ¿de dónde pudo surgir ese temperamento criminal? ¿De él, de la madre, de algún gen familiar ignoto que se volvió a manifestar de manera imprevista? ¿Fueron responsables en algún momento de la formación para que naciera esa mente asesina? Son incontables en los padres las figuraciones de la culpa y la responsabilidad, casi es su innato ejercicio de imaginación rastrear en el aire próximo o remoto cualquier atisbo que los implique. Es de manual observar que ni los padres, ni nadie, puede echarse encima la culpa por las acciones de otros. Pero la novela no se detiene allí, ya que el mismo padre se da cuenta de lo inútil de su expiación mental. Lo sorprendente es que en esta ficción, las sanciones penales contemplan la posibilidad de recibir un tratamiento para que la memoria del asesino sea extirpada y el culpable pueda reintegrarse, de una manera radical, a la sociedad. En el dilema de los padres, es mejor tener a un hijo vivo y desmemoriado, que a lo mejor no pueda reconocerlos, que a un hijo muerto al que ya no podrán volver a ver.

La lección de paciencia y comprensión humana que la mayoría de padres y madres viven por sus hijos está puesta a prueba en la historia que cuenta Carlos Vásconez. Pero como ocurre con las buenas novelas, esta va más allá. ¿Realmente basta con borrar la memoria para subsanar la frontera traspasada del delito? ¿Son tan tolerantes los padres que se vuelven ciegos o indiferentes frente a lo que cometen sus hijos? ¿Un hijo que ha perdido la memoria de sus padres sigue siendo el mismo, o acaso no se convierte en un desconocido frente al que –misterios de la mente y de la genética–, se podría correr el riesgo de convertirse en nuevas víctimas? Frente a esta problemática, Vásconez no da respuesta tajantes ni convencionales. Estamos hablando de una novela, y aquí es donde hay que detenerse en su particularidad. El hijo de las dos memorias no quiere ubicarse en ninguna ciudad en específico. Esto es indispensable para no distraer del núcleo central de la historia. Ni siquiera sabemos el nombre del padre. No hace falta. Pero sí el de una figura, la del hipnotista, Benedicto Frángelo, verdadero factótum en este mundo que impone la posibilidad neurológica del olvido como sanción de la sociedad y alternativa de vida. Las coordenadas utópicas de esta novela y los conflictos morales, tratado en el lenguaje atormentado del padre, me recordó esos procesos narrativos de Dostoievsky en monólogos como el de Memorias del subsuelo, es decir, un discurso atribulado por la intensidad de las pasiones donde las condiciones de verosimilitud y de información quedan en suspenso, arrasadas por el dolor y la incertidumbre. En el caso de El hijo de las dos memorias esto es posible por la versatilidad del escritor que da en este libro su séptima novela, además de haber publicado diez libros de cuentos. De hecho, la novela está marcada por la intensidad de un practicante notable del cuento, por su impulso centrado en una voz y en un giro anecdótico central, donde las digresiones cumplen su papel mínimo para reforzar la línea central.

Y no es posible contar más. Quizá porque lo mejor de esta novela consiste en su riqueza para ir más allá de lo que explícitamente se relata. Pensé en un primer momento que esta novela exigía un lector que fuera padre, luego que fuera padre con hijos adolescentes, pero he terminado por darme cuenta que ni siquiera es necesario que su lector tenga hijos. Le bastará su propia experiencia como hijo si se pone a pensar en lo que esta novela termina por revelar: la conciencia sobre los padres. Este giro de tuerca, entre tantos que contempla El hijo de las dos memorias, hay que tenerlo en cuenta para dar ese salto al que invitan las novelas exigentes: llevar al lector a orilla inauditas partiendo de la orilla conocida. Así opera Carlos Vásconez, no solo en este libro, sino en la mayoría de su trabajo literario, al que le ha dedicado veinticinco años de publicaciones, en las que se puede constatar una vocación literaria tenaz, constante, preocupada en su propia búsqueda. El lector que empiece con esta novela podría proseguir con otra breve, Paruso (2018) y de allí seguir a La vida exterior (2016) y si se arriesga entonces estará preparado para acercarse a la exigencia de los cuentos de Trabajos de dominio público (2003) o Todo está roto (2022). Hay mucho por leer de la trayectoria del autor de esta novela inquietante. (O)