En esta columna ya hemos comentado que la Constitución del 2008 fue un traje a la medida del joven gobernante que la impulsó, quien esperaba quedarse en el poder por mucho mas tiempo del que finalmente pudo.
Ejemplos de ello hay muchos, pero me voy a centrar en uno que considero fundamental para las libertades, para la democracia y para la calidad de política que merecemos.
Me refiero a lo prescrito en el artículo 115 de la Constitución que dice lo siguiente: “El Estado, a través de los medios de comunicación, garantizará de forma equitativa e igualitaria la promoción electoral que propicie el debate y la difusión de las propuestas programáticas de todas las candidaturas. Los sujetos políticos no podrán contratar publicidad en los medios de comunicación y vallas publicitarias. Se prohíbe el uso de los recursos y la infraestructura estatales, así como la publicidad gubernamental, en todos los niveles de gobierno, para la campaña electoral. La ley establecerá sanciones para quienes incumplan estas disposiciones y determinará el límite y los mecanismos de control de la propaganda y el gasto electoral”.
La normativa vigente hasta antes de la constituyente de Montecristi establecía un límite al gasto electoral que podían realizar los candidatos, de modo que, hasta ese momento, y tal como ocurre en la mayoría de las democracias del mundo, los candidatos escogían la forma en que distribuirían su inversión publicitaria, valores, medios de comunicación, frecuencia y tiempo. El candidato decidía si trabajaba con agencia de publicidad o si contrataba directamente con medios; cuánto invertía en cada uno, cuándo y cómo. La única restricción era el límite de gasto fijado por la Ley.
Pero con el cuento de “democratizar” la promoción electoral y dizque volverla equitativa, se prohibió a candidatos y movimientos políticos contratar publicidad con medios. Tanto así que para que no exista la menor duda, elevaron la prohibición a rango constitucional.
De allí en adelante, la publicidad política de todo opositor a la Revolución Ciudadana quedó en manos del CNE, controlado, casualmente, por la Revolución Ciudadana. Ellos decidirían cuándo y dónde difundirían la publicidad de la oposición, mientras que el partido de Gobierno y el líder supremo usarían la maquinaria del Estado, sin límite, para promocionar el Gobierno y el designio divino de seguir votándolos para “no perder la patria recuperada”.
Pero la reforma tenía un segundo objetivo: castigar a los medios de comunicación independientes y premiar a los alineados, en donde más les duele: en sus ingresos por publicidad, pues desde entonces los millones de publicidad electoral son “repartidos” por el Estado a través del CNE.
Lamentablemente, este atentado a libertades de la prensa, de los candidatos y de la ciudadanía en general se ha vuelto parte del paisaje ya; y es que tenemos tantos incendios que apagar este ha quedado olvidado.
Por ese motivo desde esta columna recordamos a las autoridades democráticas que hoy están al frente del país, que es vital romper esta suerte de candado perverso, cuanto antes. Por la democracia, por el país y sus ciudadanos, fundamentalmente. (O)