Primero debo aclarar algo: en lo personal, no me imagino peor castigo  en la vida que tener un vecino que escuche reggaetón a todo volumen. Para mí sería el equivalente al séptimo círculo infernal de Dante.

Pero no se puede desconocer su relevancia cultural como expresión de la calle y de nuevas generaciones de chicos alimentados al ritmo del raggamufin, el rap y la música electrónica.

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El domingo en ‘El precio de la fama’ se quiso retratar al reggaetón. Lo interesante fue que ha sido una de las pocas veces en que la TV nacional se ha acercado al ritmo de la calle. El pero fue que ese acercamiento tuvo un enfoque moralista que no aportó al entendimiento de una expresión cultural contemporánea tan importante.

Los reggaetoneros hablaron, pero lo hicieron para defenderse, porque estaban contra la pared por la sexualidad desembozada en los bailes y las letras de “doble sentido”. Aunque hablar de doble sentido en las letras del reggaetón es otro eufemismo: sus líricas no pueden ser más directas. Y eso parece molestar a quienes tratan de juzgar la cultura desde la moral.

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Lo mismo se decía hace 54 años con el ahora muy respetable rock’n roll que se fundó con canciones que son pura onomatopeya: “Tutti frutti, all rooty, a-wop-bop-a-loon-bop-a-boom-bam-boom”. Es el ritmo de la calle y una gran lección que deben aprender productores de TV  que tratan de juzgar a los movimientos culturales desde el “olor a santidad”.