El escritor ecuatoriano Marcelo Báez en su obra quiere hacer honor a la afirmación del autor cubano Guillermo Cabrera Infante, de que la crítica de cine es un género literario.
Con una alusión a uno de los clásicos del cine de los años veinte del siglo pasado, El gabinete del doctor Caligari, Marcelo Báez ha armado un libro con un pie en la escritura y otro en la imagen. El libro se llama El gabinete del doctor Cineman y está dedicado a un escritor que fue, al mismo tiempo, un empecinado amante del cine, el cubano Guillermo Cabrera Infante.
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Báez ha vuelto la mirada a crónicas publicadas hace unos años y que suscribió construyendo heterónimos que finalmente eran un juego en torno a la palabra espejo, en varias lenguas: Pietro Speggio, Pedro Espejo, Peter Mirror, Pierre Mirage o Petrus Spiegel.
Por tanto, lo que hoy nos entrega no es la consabida recolección de columnas que, como dice la canción, hacen parte de un periódico de ayer que nadie va a leer. No. Marcelo Báez confiesa haber retocado, maquillado, reescrito, refundido, recortado y un etcétera que nos hace pensar que estamos ante textos bastante frescos sobre autores cinematográficos y éxitos de taquilla que tal vez hemos olvidado.
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Pero hay algo más. Fiel a su maestro Cabrera Infante, Báez teoriza sobre la crítica cinematográfica e incorpora el dominio de la escritura a las evocaciones de los filmes.
Llega a insertar en el libro todo un pequeño tratado sobre el guión que es, finalmente, una defensa de la escritura dentro de la secuencia de imágenes y sonido, pero una escritura que se niegue a sí misma y un escritor que se despoje de “su aureola hemingwayana para agachar la cabeza y recibir una variopinta gama de órdenes e instrucciones. Sobre todo, debe tratar de escribir su guión de la manera más antiliteraria posible, a sabiendas que no está redactando un texto sino un borrador de algo que luego servirá de modelo para ese otro algo que, posteriormente, se plasmará en una pantalla”; a menos que el escritor de marras sea un Peter Brook o una Margarite Duras “que han funcionado tanto en la soledad de la escritura literaria como en la ensordecedora aglomeración humana que implica dar a luz un filme”.
En verdad, la relación de la literatura y el cine ha sido una larga historia de encuentros y desencuentros, felices versiones de grandes novelas y también estrepitosos fracasos. Desde el Fausto de Murnau allá por 1920 hasta filmes colombianos basados en novelas como Rosario Tijeras o La Virgen de los Sicarios. No por azar, el autor ha escogido para la portada de su libro un fotograma de la versión cinematográfica de El nombre de la rosa de Umberto Eco.
Pero más allá de condenar al escritor al acto “humillante” de abandonar su soledad y perderse en la multitud, Báez va a seguirse comportando como un escritor a lo largo del libro, hasta acudir a Jorge Luis Borges para encontrar la definición que mejor le calza al cine: “punto que contiene todos los puntos”, ese “lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Palabras de Borges a propósito de El Aleph que le llevan a concluir a Báez que “el cine es el único concepto que, sin lugar a dudas, lo abarca todo (…) ¿No es el séptimo arte algo que abarca toda nuestra atmósfera atiborrada de signos?”.
Por tanto, el libro de Báez no es para un lector especializado. Es para quien quiere deleitarse con alegorías, argumentos cinematográficos, lecciones de cine, recuerdos de Luis Buñuel o Akira Kurosawa, rumores del mundo secreto de los mitos contemporáneos, reflexiones sobre la escritura, una lección sobre el montaje a propósito del Acorazado Potenkim que acaba siendo una lección de cómo armar un rompecabezas; para cerrar nada menos que con una cronología de 125 años de arte cinematográfico y la propuesta de una antología, que tiene más que ver con los antojos de Báez, razón por la cual la sección no se llama precisamente “antología” sino “antojolía”.
Pero el libro posee, además, otro libro, algo parecido a lo que llaman un “intertexto”, un conjunto de notas a pie de página en las que Báez nos va contando su propio encuentro con las crónicas suyas de años pasados, con sus recuerdos, con sus desacuerdos y en las que confiesa qué fue tachando, qué modificó, qué le provocó rabia o vergüenza.
En síntesis, el autor quiere hacer honor a la afirmación de Cabrera Infante de que la crítica de cine es un género literario. Porque desde antes de este libro, Báez está en el oficio de la escritura. Publicó tres libros de poesía: Puerto sin rostros (1996), Hijas de fin de milenio (1997) y Palincesto (1998); un libro de narrativa corta Movimientos para bosquejar un rostro (1993); una crónica de cine Adivina quién cumplió cien años (1996); dos novelas: Tan lejos, tan cerca (1996) y Tierra de Nadia (2000).