La muestra de la artista está abierta en el Centro Cultural Metropolitano. Contiene 62 cuadros y 6 dípticos.
Son cuarenta años de trabajo. Son 62 cuadros. Y 6 dípticos. Pero es una sola sensibilidad con la que el espectador se encuentra cuando recorre las salas del Centro Cultural Metropolitano y se enfrenta con la Antología, de Pilar Bustos, esa artista ecuatoriana que es también chilena. Y es cubana. Tan cubana, que dedica su exposición a Fidel Castro y al pueblo de Cuba. Y es que ahí se formó, desde que salió de Quito a los 14 años. Entonces ayudó en la campaña de alfabetización y obtuvo, por eso, una beca en la Escuela Nacional de Arte.
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Su primera exposición la hizo en la isla y allá ejecutó también su primer mural, que hasta ahora existe. Allá colaboró también como ilustradora de cuentos en las revistas Bohemia y El caimán barbudo. En cambio, su primera exposición en el Ecuador se la debe a Guayasamín, quien siempre admiró el arte de Pilar y le agradeció “por llenar en nosotros un espacio desconocido”.
Y también, Chile, claro, de donde fue su padre. En la época de Salvador Allende, Pilar hizo trabajos de campo en poblaciones marginales y una exposición en la Galería de Bolsillo, de Santiago. Hasta que vino el golpe..., que no solo pisoteó la democracia sino también muchos cuadros de Pilar, que se perdieron para siempre. Están en esa Antología esas etapas. Pero, sobre todo, está esa línea tan propia de Pilar, tan suya, tan de un solo trazo, tan de tinta. Esos cuerpos tan repletos de blanco y de silencio. Tan de evanescencia y poesía. Y, de pronto, el color. Un color que estalla en los retratos, un color que juega, que brinca y se divierte. Y está, también está, el movimiento, la vida que nace y que explota y que recorre el campo azul del firmamento. Y el regreso a la quietud, la dulcedumbre. El amor o la espera.
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Conforme el espectador deambula por las salas, cambian de repente los formatos de los cuadros, se agrandan, se agigantan, se unen en los dípticos buscando más espacio. ¿Gauguin? ¿Picasso? Sí, hay homenajes a ellos como una suerte de reconocimiento a la influencia que ejercieron en la artista, a su admiración, a ese pedazo de su inconsciente en que quedó grabada la impronta de esos genios. Porque ella no les teme a las influencias. Las decanta. Y está el desafío del desnudo. La provocación en el desnudo. La lucha contra los moralismos y las normas. El desnudo como una ruptura contra la camisa de fuerza de la represión. De cualquier represión. Y está ese trazo vertiginoso de los caballos. Un trazo hecho al galope. Un trazo febril, corcoveante y desbocado. Y están las únicas flores que ha pintado en toda su larga trayectoria.
Sí: son cuarenta años de trabajo. Son 62 cuadros. Y 6 dípticos. Pero, sobre todo, es el tránsito incansable, meditado, serio, de una artista que ha hecho del dibujo, de la línea, la huella de su identidad. Y que ha caminado por el color sin timideces ni miedos. Y que ha reivindicado a la mujer a través de su arte, sin panfletos ni discursos altisonantes: situándola en su verdadera dimensión de dulzura, valor y pensamiento.
Quizás por eso dedica también su Antología a Nela Martínez “por su claridad y lucha permanente por la soberanía, la independencia de nuestro país y la defensa del valor histórico de nuestra Manuela Sáenz”. Y quizás, también por eso, está la “forajida”, esa mujer quiteña que se levantó en abril del 2005 “contra la indolencia y la corrupción”. –¿Y ahora, Pilar, qué vendrá después?– le pregunto. –Voy a retomar las flores, las montañas y el mar–, dice. Y yo pienso que está justo a tiempo. Antes de que las flores, las montañas y el mar desparezcan. Que sus trazos rápidos recojan esa naturaleza que nos queda, para que, cuarenta años después, los que nos siguen la puedan conocer en acuarela.