Tras Eduardo manos de tijeras y Ed Wood, el talentoso Johnny Depp y el aclamado Tim Burton vuelven a unir esfuerzos artísticos en un proyecto que les sienta como una segunda piel: Charlie y la fábrica de chocolate, una nueva adaptación de la obra literaria del inglés Roald Dahl, en la que se fusionan humor excéntrico, delirios visuales y un sutil sentido de la perversidad.

Y es que Burton, el mago de los cuentos oscuros, el genio de la penumbra cinematográfica, el único director que suele celebrar Halloween en Navidad, no eligió esta historia al azar. En realidad, parece salida de su propia cosecha. Esto se debe quizás a su afinidad con Dahl, célebre creador de relatos infantiles, quien después de sufrir inacabables tragedias familiares (perdió hermana y padre a los 3 años, pasó su juventud en un colegio inglés que odió, de adulto debió sobreponerse a la muerte de su hija mayor y a la enfermedad de su hijo de 3 años, quien tras un accidente automovilístico sufrió daño cerebral), no podía escribir cuentos exentos de la amarga y macabra sonrisa de la vida.

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Así, Charlie y la fábrica de chocolate es la perfecta unión entre estos dos entes de tenebrosa naturaleza artística que, asociados, han logrado labrar esta historia profundamente estrambótica, de buen ritmo, que si bien no será del gusto de todos, es innegable su perfecta manufactura. En esta última fantasía, Burton lleva su imaginativo y vívido estilo a este entrañable clásico, que narra las vivencias del excéntrico chocolatero Willy Wonka (Johnny Depp).

Alejado  hace tiempo de su propia familia, este personaje lanza una propuesta en el mundo para elegir el heredero de su imponente imperio chocolatero. Cinco niños afortunados podrán obtener los Billetes de Oro de las cotizadas tabletas de chocolate y ganar un viaje organizado a la legendaria fábrica de golosinas que ningún extraño ha visto desde  hace quince años.

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Los cinco afortunados resultan ser pequeños que han perdido de una u otra forma la inocencia y que han encontrado la alegría en las cosas materiales, en la ambición y en la soberbia y no en los valores universales; todos menos uno: nuestro protagonista Charlie (Freddie Highmore), un pequeño de buen corazón quien procede de una familia pobre que vive a la sombra de la extraordinaria fábrica de Wonka. Este será el más favorecido de ellos al recibir un premio más grande de lo que cualquiera hubiera imaginado y que a la par de este enseñará a Mr. Wonka una lección que cambiará su vida para siempre.

Sin duda, llevar al cine semejante obra fue una ardua labor; los mundos imaginados por Dahl en su libro, si bien son dramáticamente creativos, también resultan tremendamente complejos y exigentes en términos de producción. Por ello es admirable la dirección artística del filme, que traduce en ricas imágenes el empalagoso emporio creado por su autor, incluidos los chicles de todos los sabores, ardillas obreras, cascada de chocolate, césped comestible y, por supuesto, elevador capaz de ir hacia arriba y hacia abajo, o de izquierda a derecha.

Burton se da gusto cual niño en confitería, preparando una cinta de todo su estilo, que lejos de estancarse, evoluciona hacia destinos cada vez más fantásticos; así, nuevamente se engolosina al poder trabajar con muchas de sus personalidades preferidas: aparte del siempre admirable Depp, vemos otra vez a su musa, Helena Bonham Carter, al  inconfundible Danny Elfman en la música y a John August, autor del guión de su reciente Big Fish.

Todos dan vida a esta estrambótica fábula, superior a la predecesora, Un mundo de fantasía, protagonizada por Gene Wilder en 1971, que si bien no consiguió el éxito comercial esperado de esta nueva adaptación, sí se convirtió en una referencia clásica. No faltara quien quiera ver en Willy Wonka a una contrafigura del Michael Jackson de Neverland. Pero, a pesar de la perturbadora mirada de Wonka, su vestido de estrella de rock y su extraña personalidad sádico-esquizofrénica, tengan por seguro que se trata de un personaje totalmente diferente. Eso es tema superado.