Los fantasmas de Ámsterdam reviven por sus calles

Apenas hasta hace poco se me ocurrió que un muy buen propósito, aunque no exactamente intencional, de la preservación histórica es mantener vivos a los muertos.Tras haber pasado varios años viviendo en Ámsterdam e investigando para un libro sobre historia, ahora me percato de que, prácticamente, en cualquier parte por donde camine en esta ciudad, cuyo centro se ha conservado en forma tan tierna e inteligente, me atropellan los fantasmas.En realidad, algunos de ellos no vivieron en Ámsterdam, sino que más bien pasan por ahí todo el tiempo, recreando eternamente algún momento en el que estuvieron aquí.Cada vez que paso en la bicicleta por el canal medieval de Oudezijds Voorburgwal, por ejemplo, volteo a ver hacia la puerta de piedra que lleva al patio del Grand Hotel, y echo un vistazo a la figura tranquilizadoramente impasible de Winston Churchill, ataviado con sombrero de copa y abrigo.El edificio que ocupa el hotel fue un convento del siglo XVI y muchas otras cosas después de eso; durante gran parte del siglo pasado, sirvió como ayuntamiento y el primer ministro británico estuvo aquí en una presentación festiva después de la Segunda Guerra Mundial, en la cual sufrieron tanto los holandeses y a la que ayudó a liderar con su intensidad especial.Cada vez que me dirijo al oeste, sobre la Haarlemmerdijk, encuentro a una multitud de tipos del proletariado del siglo XIX que vienen de la dirección opuesta, rodean entusiasta y nerviosamente a un hombre serio, con una melena de áspero cabello gris y barba: Carlos Marx, quien llegó en 1872 para exhortar a los trabajadores a unirse.Algunos fantasmas no son parte de una calle o un barrio en particular, sino que se los convence para que sean con un estado de ánimo que se asienta sobre la ciudad. En los 1870, un voluble holandés de 24 años del sur del país pasó un año en la ciudad.Llegó con la intención de formarse en el ministerio, pero descubrió que no era adecuado para ello. En cambio, deambuló por los muelles y embarcaderos, furioso, confundido, estallando en alegría ocasionalmente ante cosas que observaba: “estas viejas calles estrechas, más bien sombrías”, “un canal flanqueado por olmos”, “un cielo borrascoso con grandes nubes que se reflejan en los charcos del suelo”, “la maleza retorcida y los árboles con sus formas extrañas”.No se dio cuenta pero Vincent van Gogh, aunque todavía no un artista, ya pintaba con las palabras. De todos los fantasmas de Ámsterdam, no obstante, dos se alzan muy por encima del resto. En el corazón de la ciudad, un pequeño puente levadizo de fierro cruza el canal Kloveniersburgwal.Pararse a la mitad ofrece un panorama de las vistas: a lo largo del canal, por una callecita llena de cafés, por otra calle más, por una antigua puerta hacia un patio y hacia un sitio donde las aguas que fluyen por la ciudad y a su alrededor ejecutan una complicada maniobra de ramificación.Como alguna vez me lo indicó Gary Schwartz, nacido en Estados Unidos y erudito en Rembrandt, desde este lugar se puede captar la Ámsterdam que experimentó el más grande maestro holandés que haya habido.Rembrandt van Rijn nació en Leiden, a 48.3 kilómetros de distancia, pero llegó a Ámsterdam a los veintitantos años. Y una vez que llegó, no sólo pareciera que nunca se fue, sino que en la mayor parte se limitó a este pequeña zona.Rembrandt aparece tan completamente en Ámsterdam, yo creo, porque está íntimamente asociado al mayor logro de la ciudad.Ámsterdam en su época fue pionera de muchos de los conceptos incluidos en el término “liberal”, al que me refiero no en el sentido permisivo del sexo y las drogas (aunque esto también llegaría), sino como una filosofía basada en el individuo y la libertad individual.Ámsterdam guió al resto de Europa para alejarse del dogma de que toda la autoridad provenía del monarca y de la Iglesia; más bien, sostenía esta nueva filosofía, la verdad se basa en la razón – en palabras del francés René Descartes, quien también vivió en Ámsterdam – en “la mente y su buen sentido”.Central a ello estaba una nueva conciencia de uno mismo como individuo, distinto del grupo. Y un fruto de esta conciencia fue una repentina fascinación por el rostro humano, con los retratos.Rembrandt alimentó la locura de los retratos. Lo recordamos por su producción vertiginosa y su destreza con tantos estilos de pintura.Sin embargo, su fama entre sus contemporáneos se dio por su forma de hacer las caras: su habilidad para pintar el aspecto exterior de las gentes, pero también por imprimir un sentido, que era vivificante y escandalosamente nuevo en esa época, del interior de la persona. En un periodo de dos años, produjo como pan caliente 42 retratos, muchos de personas que vivían en las casas de su barrio.Igualmente, los fantasmas de los amigos de Rembrandt pueblan este barrio y también tienen asociaciones con la herencia liberal de la ciudad. Al centrarse en el individuo y el laicismo, Ámsterdam se colocó a la vanguardia de la ciencia. La plaza llamada Nieuwmarkt, a poca distancia del puente, está dominada por un edificio medieval rechoncho, llamado Waag, o Casa del Peso.Hoy, un restaurante está acomodado en la planta baja; en el siglo XVII, la cámara superior era el anfiteatro municipal.El doctor Nicolaes Tulp, el médico en jefe del ayuntamiento, realizó disecciones públicas aquí, y en el invierno de 1631 y 1632 (se realizaban las disecciones en invierno porque el frío hacía que el hedor fuera menor), el joven Rembrandt subió hasta aquí para hacer estudios para lo que sería su primera gran pintura, “La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp”.Hace dos años, mi hija y yo hicimos una caminata juntos por todo Ámsterdam, siguiendo los pasos del personaje histórico que se ha convertido, por decirlo así, en la exportación más famosa de la ciudad.Eva tenía 14 años en ese momento, la misma edad que Ana Frank cuando emprendió su caminata mucho más sombría; cuando ella, su padre y su madre abandonaron para siempre su departamento y caminaron hacia la empresa del padre, donde se había construido un espacio secreto para albergarlos.Es probable que cada visitante que llega a la ciudad conozca la Casa de Ana Frank, donde la chica y su familia, junto con unas cuantas personas más, se escondieron de los nazis, y donde Ana escribió su diario.La ciudad por la que caminaron los Frank había estado sorprendentemente tranquila para ser la época posterior a la invasión nazi. Sin embargo, luego, llegaron los vehículos militares gris con verde de los ocupantes.Empezaron las “razzias” o redadas de judíos. Los Frank iban a pie esa mañana porque se había prohibido que los judíos usaran el transporte público (y los parques, bibliotecas y restaurantes). Estaban a punto de quitar sin compasión el gran regalo de la época de Rembrandt, el ennoblecimiento del ser humano individual.Peor aún, los propios amsterdameses asistieron en esta violenta traición a su tradición liberal. Los eficientes administradores municipales les facilitaron a los nazis la identificación y remoción de los judíos. Como resultado, asesinaron a un porcentaje mucho mayor de ellos durante la guerra que los de ningún otro país.Ámsterdam antes del Holocausto tenía 80,000 judíos; hoy hay unos 15,000. Ana y sus padres llegaron seguros al plácido distrito de los canales centrales, la principal zona turística hoy día, el cual se construyó durante el apogeo de la ciudad en su edad dorada. Entraron subrepticiamente en el edificio donde trabajaba Otto Frank, el padre de Ana, y permanecieron ahí hasta que, dos años después, los atraparon y embarcaron rumbo a los campos de concentración.La chica a la que pronto le exprimirían la vida representa no sólo a los otros que murieron sin dejar palabras tras de sí, sino a todos nosotros. Nos mostró lo que es la individualidad humana. Y lo hizo, por sorprendente que parezca, en la misma forma que Rembrandt: pintando un retrato.

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