Se puede catalogar a los países como jóvenes o viejos, del mismo modo que clasificamos a sus economías como fracasadas o emergentes; a sus culturas como decadentes o ascendentes, y tantos calificativos que ponemos a las cosas y a las personas. Hay países que se ponen de moda y otros que se caen del mapa. Pero no me refiero a estas categorías sino a una que represente a la edad colectiva de toda una nación.

Hay un pensamiento colectivo, o un modo de pensar común de cada país, que identifica a sus ciudadanos y no tanto por el estilo o el tono de voz sino por los temas de conversación, por las palabras que usan –que son vehículo del pensamiento– por la arrogancia, la ignorancia o la sabiduría que muestran al hablar. El termómetro más preciso y más sobrecogedor para medirlo es la sala de embarque de cualquier aeropuerto del mundo, cuando después de pasar unos días en el exterior volvemos a nuestro país. Es el momento de la vergüenza ajena, magnificada por la comparación con los ciudadanos del país que acabamos de dejar. Claro que también puede ser a favor de nuestra madurez, si el país que dejamos es aún más adolescente o infantil que el nuestro.

Reforma de las costumbres

La madurez, un requisito para liderar

Como de la abundancia del corazón habla la boca, nuestra conversaciones nos delatan enseguida, individual y colectivamente. La gente madura, culta, leída, habla de temas interesantes: de política y economía, pero también de historia, de arte, de literatura... y de vez en cuando de comidas y bebidas. Los inmaduros hablan solo de temas primarios: sexo, comidas, fútbol y plata. Además la gente adulta sabe comer, mientras que los inmaduros se contentan con hamburguesas aplastadas y queso fundido.

Cuando no saben algo, los adultos, dicen que no saben y no pasa nada; y si se equivocan, lo aceptan sin dramas y corrigen su error. Los inmaduros, en cambio, jamás aceptan que no saben; no se equivocan nunca y son capaces de cambiar toda una posición ideológica solo para no reconocer que se equivocaron. Ponen excusas para todo. Echan la culpa a los demás. Argumentan su inocencia con la culpabilidad ajena, como hacen los adolescentes cuando se pelean, pero lo siguen haciendo aunque sean el presidente de la nación, ministro, asambleísta, juez, capitán de corbeta, futbolista o periodista de televisión; y ni se dan cuenta de que hacerlo es el modo más rápido y eficaz de aceptar la propia culpa.

A los inmaduros los dominan tres demonios con el mismo apellido: Pensé Qué, Creí Qué, Entendí Qué y sus primos procrastinadores Mañana y Después. Y viven peleando por tonterías, como los chicos en el asiento de atrás del carro, todo el día, todos los días, sin parar.

Es el espectáculo que hoy brinda la política inmadura de los países adolescentes. Y los países maduran por razones variadas, casi siempre complicadas, como maduramos los hombres con los golpes de la vida. Dios quiera que no sea un cataclismo, pero por lo menos hay que agradecer al cielo que seamos adolescentes, porque todavía tenemos la posibilidad de madurar; y que no seamos un país de viejos quejosos y decadentes, como puede parecer el autor de esta columna. (O)