Hay cosas, valores e instituciones que se extinguieron en silencio, sin dejar huella. Hay otras que han entrado en agonía y han perdido vigencia. La magia que alguna vez tuvieron se ha empañado de tal modo que basta mencionarlas para convocar aburrimientos y bostezos. La velocidad de la vida las ha arrinconado, la tecnología ha suplantado su encanto.

La charla, esa posibilidad de entenderse hablando de todo y de nada, sin prisa y sin angustia, ha entrado en decadencia. En su lugar prosperan los recursos de la red que han agregado anonimato, brevedad y, con frecuencia, mediocridad a la capacidad de entenderse.

Cada cosa responde a su época, es verdad, y es inevitable. Lo que viene con el nuevo tiempo, sin embargo, se lleva un pedazo de la humanidad que tuvieron las costumbres, entre ellas, la tertulia en familia, la conversación desprovista de interés inmediato, la agudeza para descubrir temas y suscitar ejemplar debate, la finura en el decir y la profundidad en el sentir, el descubrimiento de un libro, el recuerdo de un tango viejo, la alusión a algún notable olvidado. O la evocación de un viaje o cualquier otro detalle de la vida.

Otra institución en trance de morir es el “aire de la librería”.

En la ciudad de Quito quedan dos o tres sitios que aún mantienen la atmósfera donde los libros, además de mercancía, son la sustancia y el pretexto, la razón para quedarse husmeando, la ocasión para entrar en ese mundo de descubrimientos, sorpresas, evocaciones y conversaciones con el librero o la librera. Era especial, distinta, inexplicable la atmósfera que hacía de las librerías sitios singulares, silenciosos, discretos, donde el lector –más que clientes había lectores– se sentía autorizado a leer, a quedarse, a disfrutar sin prisa y sin temor a estorbar al dependiente que ahora, en estos días de afán y posmodernidad, le urge al curioso con la actitud, y a veces de modo más explícito, a que compre rápido o se vaya, porque “este es un negocio, caramba”.

En las librerías, por cierto, no había música a todo volumen, ni propaganda como la que ahora nos persigue hasta en los almacenes de venta de libros. No era preciso el ruido y tampoco era frecuente el tumulto de compradores que hoy inundan esos locales para regalar “algo” por el Día del Padre, o por Navidad, o con ocasión de los innumerables eventos inventados al ritmo del consumo frenético que nos agobia. No, nada de eso había, y el librero o librera no era un dependiente, era un ser ilustrado, lector impenitente, depósito de cultura. De esos, ya no quedan casi. Ahora las consultas se hacen por internet y muchas lecturas también, aunque, claro está, sin aquello de hablar de libros, sin la ilustración de la charla y sin la anécdota. Y sin la memoria que se pierde.

Me pregunto si la tecnología podría reemplazar a la humanidad en estos temas y en otros más grandes e importantes. Si los algoritmos serán capaces de corregir nuestras nostalgias. Y si podrán así hacernos felices. (O)