Parecía inamovible, fuerte. Parecía eterno. Estaba allí desde que nacimos. La historia era su historia. La obediencia le era debida, indiscutible. Era titular de la soberanía, dueño de los destinos. Era la ocupación preferida de intelectuales y políticos, y era la razón que impulsaba revoluciones, ideas, discursos y ambiciones. Era una especie de dios.
De pronto, sin que se advierta con precisión una fecha concreta, su prestigio comenzó a declinar, circunstancias inesperadas mermaron su presencia y su eficacia, las ideas que habían alimentado su grandeza dejaron de ser ideas y comenzaron a ser tópicos, retórica, estribillos sin eco. Las ideologías que tanta presencia tuvieron, y que tanto daño causaron, perdieron el encanto que embobó a los intelectuales, que generó guerras y alentó revoluciones. La lectura de textos que antes provocaban disputas y represiones, y que alentaban la persecución de disidentes y gente de dudoso entusiasmo, se transformaron en papel viejo, en densos tratados sin encanto, en mentiras, en puro sofisma.
Durante su plenitud hubo poca gente que advirtió que no era dios, que no era factor de salvación ni de justicia. Hubo algunos, escasos ciertamente, que enfrentaron y desmintieron las tesis de la bondad esencial del poder, de la grandeza del Estado. Hubo quienes se apartaron de la servidumbre que las ideologías, los nacionalismos y los dogmas impusieron a sociedades sometidas.
Durante mucho tiempo, los sistemas que blindaban al poder tuvieron orquestas que alentaban los discursos de los caudillos.
El Estado y el poder, al parecer íconos inamovibles, perdieron el argumento del servicio, las razones de la justicia, el pretexto de que eran alternativa de progreso, arma contra la explotación y monopolio de la verdad. Y hoy, pasados los años, tras las pandemias, revelados los sistemas de corrupción, quebrados los servicios públicos, y puesta en evidencia la inutilidad de las enormes estructuras burocráticas, la realidad confirma que el “ogro filantrópico” de poco o nada sirve, que los monopolios y las soberanías asociadas han provocado oscuridad, ruina, pobreza. Que los sectores estratégicos son rezagos inservibles de los tiempos en que aquello era dogma inequívoco y argumento patriótico.
La sociedad civil, ocupada en sus cosas, confiada en el Estado, puntual servidora del poder, encuentra ahora que el Estado, el poder, la política, se desvanecen aquí y en todas partes. Que hay que inventarse otra cosa, y que entregar votos, iniciativas, recursos y confianza sin reservas y sin dudas, es siempre trágico; que lo que se montó a título de representación electoral no sirve a la gente de trabajo, ni al estudiante ni al padre de familia ni al hombre de a pie.
Constatar que la mitología del Estado se evapora, que la naturaleza está arruinada, que la seguridad ha sido derrotada por el miedo, constatar todo eso ha sido difícil. Y será mucho más difícil inventarse algo distinto, más justo, más veraz, más eficiente. (O)