Uno de los temas que tarde o temprano tendremos que discutir es la edad mínima y máxima para ejercer la política.

¿Un joven de 16 años tiene la madurez suficiente para decidir sobre la vida del país? ¿Uno de 18 para convertirse en autoridad? Su aporte es valioso, pero: ¿si su voto fuera decisivo y dirimente en instancias que se juega el futuro del país, lo dejaríamos en sus manos?

Lo mismo cabe decir de los mayores: su experiencia es insustituible, pero ¿pueden seguir decidiendo un futuro que ya no vivirán?

La política debería ser un equilibrio entre la audacia juvenil y la prudencia de la edad. Reconocer el aporte de cada uno, a la vez que se actúa con sentido común.

Ser elegido para una dignidad no es un trofeo ni un privilegio, es el resultado de la confianza ciudadana, que deposita en una persona y un proyecto la esperanza de que sus necesidades serán atendidas. Implica dedicarse por entero al servicio público, con la responsabilidad de quien sabe que el mandato es temporal. Al terminar, lo digno es regresar al lugar de origen, enriquecido con experiencia y con cuentas claras ante la gente.

Una elección supone límites: elegir una opción significa renunciar a otras. Por lo tanto, se aceptan los límites que eso impone y también todas las posibilidades que implica. No se puede estar en dos caminos a la vez. Pretender ejercer como legislador y, al mismo tiempo, estudiar un año fuera del país es una contradicción. La asambleísta que lo plantea invoca la necesidad de capacitarse porque es joven, pero confunde prioridades: los ciudadanos la eligieron para servir ahora, no para preparar su futuro personal. Aunque sea necesario e importante, pero no es el momento. El tiempo de la política no es un ensayo de vida paralela: o se cumple con la función o se la abandona.

El contexto hace más exigente el compromiso. No vivimos en calma: estamos en enfrentamientos constantes. No hay un solo día sin muertos por la violencia, que lamentar. Mueren soldados, policías, jóvenes reclutados por bandas y ciudadanos inocentes atrapados en el fuego cruzado. Hay desplazados. Falta de empleo, desnutrición, miedo y hambre. En esta realidad, relegar la función pública a un segundo plano equivale a decirle al pueblo que su voto no cuenta.

La ciudadanía no pide milagros, pide coherencia.

No espera perfección, pero sí dedicación.

En un país desangrado por la violencia, cada gesto de responsabilidad política es un faro de esperanza. Convertir la función pública para la que fue elegido en tarea esporádica es casi una traición a lo fundamental. Gobernar solo cuando se tiene tiempo revela en el fondo que lo importante es mi proyecto personal no las urgencias actuales en la que está convocada y elegida para ser actor. La veleidad y el doble juego, en cambio, son afrentas a quienes sobreviven con miedo, pero también con dignidad.

La política debería ser siempre un espacio de servicio, no de egos.

Los cargos públicos se aceptan con lo que implican: entrega, sacrificio y compromiso. Quien no esté dispuesto a asumir esa exigencia debería dar un paso al costado. Porque en tiempos de guerra, cuando se derrama sangre en nuestras calles, la ligereza no es solo un error, es una forma de deslealtad. (O)