Margarita Borja
Es otoño y las hojas de mi abedul aletean al ritmo del viento. La ventana cerrada, la calefacción encendida, la lluvia derramándose mientras escribo. Diría “mi habitación en silencio” pero me acompaña la música: hay sentimientos
que exigen una banda sonora para fluir sin desgarrar el espacio que habitamos. La música es un arte del tiempo: corre, transcurre, circula acelerando y perpetuando la ilusión de las emociones.
Vivimos acostumbrados al éxtasis solitario de la música reproducida en privado, históricamente un ritual colectivo que requería la presencia de músicos creándola en vivo. Veloces hemos asumido como obvia la maravilla y olvidado el asombro ante la magia del amor que llegó al Caribe en la pianola del hermoso Pietro Crespi en Cien años de soledad: el gramófono, la radio, la casetera, la ultraindividualización de la experiencia musical y emocional a bordo de ese objeto de culto, inolvidable para quienes vivieron su aparición: el walkman (y todos esos solitarios paraísos musicales hoy capaces de cancelar el sonido de la realidad circundante).
Cómo explicarle a una chica del 2024 las horas que los millennials pasamos escuchando la radio para grabar temas seleccionados, decorando el casete con membretes, el precioso regalo donde en plena canción se colaba un clic o ese susurro de “radio Fuego”. Cómo confesar sin resultar patética (y vieja) que en tu “juventud” recibiste llamadas dedicándote canciones mientras tu abuelita espiaba por el otro aparato enterándose de la telenovela en que se había convertido tu vida y recordando a su vez su propio pasado de serenatas de bolero y sombrero a la luz de las farolas.
A veces pienso que no nos enamoraríamos como lo hacemos si no existiera la música. Que sin banda sonora no viviríamos los sentimientos con tanta pasión e insensatez. Cómo pensar en mi primer “enamorado” sin Maná o en mis amigas seducidas sin Vilma Palma e Vampiros. Podríamos hacer una playlist de la historia de nuestra exploración de la sexualidad donde a cada amor de esos que dejan tatuado el corazón le corresponde una canción. Recordaré por siempre a mi tío cantándole a mi tía, en la cocina de mis abuelos (cuando aún eran novios y no sabían que juntos crearían una familia numerosa y hermosa), “No, no, no, hey, quién te ha dicho que el amor es fácil”. Ricardo Perotti evocará por siempre ese primer destello del amor adulto que entreví, fascinada, en la infancia.
He bailado y cantado con mis bebés Cerati y The Clash. La música es esa identidad sin límites espaciales. A mi hija media alemana la marqué emocionalmente con “Negra, mi vida” de Pancho Terán. Redescubrí un lado oscuro de mi corazón bajo un piano Steinway donde sonaban las Lieder ohne Worte de Mendelssohn. La banda sonora de nuestras vidas es un compendio de todo aquello que ha penetrado el muro del control racional, un registro de lo que nos hemos permitido sentir, un historial de los otros: cada canción lleva escrito un nombre, un instante, una época de nuestras vidas. Cada generación está moldeada por la música que bailaron juntos, las canciones a cuyo ritmo acariciaron el primer amor, las ideas que les permiten amar al mundo. (O)