La democracia como forma de gobierno y teoría de justificación del poder tiene méritos, pero adolece de un riesgo esencial, esto es, que el viejo concepto de la “voluntad general” de la que hablaban los liberales del siglo XVIII termine, en la práctica, convertido en un sistema de dictadura de mayorías y de despotismo legislativo. Más aún si consideramos que el imperio de la mitad más uno no es siempre el resultado de la convicción de los asambleístas, ni de su entusiasmo patriótico. Con frecuencia es el producto de pactos de medianoche. Es el fruto de la perversión del poder y de la degeneración de la representación política.

El partidismo, con frecuencia, ha propiciado esa degeneración y ha sido su usufructuario. Pero el despotismo de las mayorías alcanza su máximo riesgo cuando se asigna a congresos o asambleas poderes omnímodos y potestades absolutas sobre todos los ámbitos de la vida de las personas, y cuando se cree erróneamente que las mayorías no son solamente un método inevitable y, en ocasiones, riesgoso e imperfecto, para tomar decisiones, sino que, además, se les atribuye la virtud de descubrir la verdad política o la razón jurídica. Esto proviene de la pretensión dogmática de que la democracia no sea solamente un método político, como efectivamente es, sino una religión o una piedra filosofal, lo que definitivamente no es.

La “mitad más uno” no es sistema para descubrir la verdad, ni siquiera una forma de establecer la justicia. La mayoría no es dios ni es la varita mágica para encontrar la felicidad. Es una suma de voluntades individuales concurrentes sobre un asunto determinado, susceptible de acierto o de error, de manipulación, pasiones o desinformación. La democracia encontró en la mitad más uno la pragmática solución para zanjar discrepancias, adoptar decisiones y elegir mandatarios. Ni la ciencia política ni la imaginación han podido, hasta ahora, encontrar un método sustitutivo que elimine ese sabor de sorteo del destino nacional que tiene el método de las mayorías. Se han encontrado, sin embargo, “recursos de racionalidad política”, que exigen mucha inteligencia y bastante generosidad.

Uno de esos “recursos de racionalidad” consiste en los grandes acuerdos nacionales, que marcan la ruta de un país. Esos acuerdos, usuales en los países civilizados, canalizan los conflictos, encauzan las decisiones y hacen posible el milagro de que ‘todos” se sientan de algún modo representados por el poder. Un ejemplo son los Pactos de la Moncloa de la España de la transición.

La concertación contribuye a crear el sentimiento y la convicción de la representación legítima de todos los ciudadanos. Al contrario, el asambleísmo de mayorías excluyentes genera la larvada enemistad de las minorías, que viven agazapadas esperando la oportunidad para cobrarse la cuenta. La democracia racional no puede ser un “sistema de dominación” por el método de la mitad más uno ni de intimidación al adversario. Debería ser un régimen de representación por la vía de los acuerdos incluyentes, de la confianza básica y de la tolerancia indispensable. (O)