Vivimos una guerra por el alma de las naciones.
La guerra cultural es el resultado de la confrontación de las cosmovisiones de los contendientes, que genera una estado de polarización. No es una divergencia de creencias religiosas, clases sociales, afiliaciones políticas, etnicidad y tantas otras diferencias, sino que es el agravamiento de la actitud de confrontar por todo con violencia verbal y física. Esta actitud nos lleva a que las sociedades entren en conflicto permanente y miren las diferencias como enemigos en lucha perpetua.
El lenguaje de odio y violencia, aupado por las redes sociales, ha polarizado a nuestra sociedad a tal punto que se extiende a los hogares, a las mesas donde se reúnen las familias, en donde la confrontación lleva a división. Ya no podemos dialogar civilizadamente sobre nuestras diferencias sin recurrir al agravio, inclusive entre padres e hijos. Muchos dirán que es normal el desencuentro entre generaciones, pero la rapidez de los cambios sociales, el advenimiento de la “sociedad liquida”, la divergencia de visiones del mundo actual y la comunicación instantánea nos garantizan que la ruptura será profunda si no hacemos algo también radical. Hablar con razones y argumentos sería un buen comienzo.
La lucha radical, que no da cuartel a la otra parte, que denigra los entendimientos y promueve esa guerra sin cuartel, no permite llegar a acuerdos, mucho menos a consensos nacionales. Lo que es peor, no hay voluntad de buscar soluciones a nuestra problemática. Lamentablemente, todos estamos en esta barca que navega en aguas turbulentas y en un mar embravecido por las corrientes, que vienen de adentro de nuestras estructuras sociales y que también importamos desde otros confines.
Un mundo interconectado e interdependiente trasvasa las líneas de fronteras artificiales creadas para separar entidades territoriales. Todos somos afectados por lo que pasa en otras latitudes, independientemente de las distancias geográficas. No importan ya los calificativos ideológicos de izquierda o de derecha, ambos se han amalgamado en ser perecibles ante la dinámica social que impone la violencia antes que el diálogo, el entendimiento y la solución pacífica de controversias.
Un planeta en conflicto permanente es lo que estamos dejando a nuestros hijos y nietos. Luego de las guerras mundiales, la humanidad generó mecanismos internacionales para que estas no se repitan, pero hoy miramos absortos e impotentes cómo estas líneas rojas desaparecen por una actitud transaccional antes que de principios y normas de convivencia pacífica. La hegemonía del poder que hace retroceder a las instituciones.
La guerra cultural abarca una temática inmensa sobre la cual debemos debatir y encontrar caminos de entendimiento. La solución en el fondo es muy simple y nos acompaña por siglos: es necesario que depongamos esas actitudes de conflicto y dialoguemos para enfrentar los retos del presente y el futuro. (O)