Al cabo de muchos años volví a mi tierra, Latacunga. Con una sensación de tiempo interminable recorrí sus calles, anduve por esas veredas y plazas y parques. Me había olvidado el sonar de los tacones en las calles empedradas. Me había olvidado de la belleza de ciertas casas; de ciertas edificaciones viejas que se mantienen a pesar del tiempo, a pesar del olvido; de ciertas calles estrechas, de ciertas calles generosas.
Tal vez por esa manía de andar con el móvil en la mano, o por inercia o por ilusión, tomé fotos. Fue cuando las compartí con mi hermana que me percaté de los personajes que hicieron el recorrido conmigo. Fue mientras le explicaba a mi hermana desde dónde había sacado la foto, que estos seres de mi infancia se empezaron a desperezar en mi memoria.
Pasé sin miedo por la casa del Tonto Pedro, su alarido inquietante lo había devorado el tiempo; vi la inexistente mercería de las señoritas Cadena muy cerca de la maternidad donde la imagen redonda, jovial y maciza de la madre Catalina con su hábito azul y su cornette blanco cubriéndole la cabeza, se me aparece intacta y apacible. La Tienda Nueva en la esquina sur está cerrada, aquel señor de tirantes, cuya imagen golpeando a su mujer se me grabó para siempre, debe haber muerto hace mucho. Camino por San Agustín y al doblar la esquina, como colgado en el tiempo, está el almacén de Maruja Espinosa, su nieta lo ha mantenido casi intacto.
Los fantasmas no dejan de salir a mi encuentro. Recuerdo de pronto a Luis Eduardo, el primer peluquero hombre, que revolucionó la pequeña urbe. Un hombre tocando cabezas femeninas era inconcebible. Veo, sin ver, al turco fumando su habano en la puerta del almacén de telas con su habitual “Feria de retazos”. De frente me topo con la tía Rosarito en su casa colindante con las cúpulas de Santo Domingo. Entro y ahí están sentados, en la banca de siempre, una cantidad de tíos abuelos viejos, flemáticos, feos. La tía era linda al igual que su inexistente jardín hoy embaldosado. ¡Cuidado, guaguas, no se acerquen al floripondio!, era la interminable cantaleta.
Me cuesta despedirme de tanto muerto, de tanto recuerdo, de toda esa vida que reuní en ocho años. Vuelvo a Quito con el mismo sentimiento de abandono de 1966. Retomo la vida, la rutina, la nostalgia.
Asisto a una elegante cena en un elegante hotel, a la salida un taxi me espera. Su penetrante olor a gasolina y la ausencia del cinturón de seguridad me perturba. La velocidad excesiva también. Bebí mucho vino, pienso. Oigo a medias, huelo en exceso, temo aturdida. Algo dice el conductor de un hijo, algo me pregunta con insistencia. Bebí mucho vino, pienso. Claro, claro, respondo sin saber a qué. El hombre frena de golpe y se baja en la mitad de la calle. Son casi las 11 de la noche en esta otrora franciscana y apacible Quito. Un bochorno menopáusico ardiente y aterrado me empapa el cuello. Sé que es el miedo.
Son segundos, son años, son siglos… El chofer abre la cajuela y saca a su hijo de 10 diez años. Mi mirada desorbitada le exige una explicación: algunos clientes se molestan y cuando me toca sacarlo a trabajar lo meto en la cajuela. (O)