Quienes escribimos como la forma más clara de expresión a nuestro alcance, con frecuencia meditamos sobre el trabajo, quehacer o placer que nos representa tal cosa. Empezando por el paso inicial, casi espontáneo, de manuscribir o teclear, para luego acortar el ritmo y hacer del proceso un acto muy consciente y terminar con la indispensable revisión de lo que sellamos con un punto final. ¿Qué ocurre en la cabeza del escribidor (seamos humildes), cuando elige las palabras?
No afirmemos rotundamente que al escribir se apunta a un tema. A menudo, se da vueltas en torno de alguno, o se abre camino en medio de intuiciones que parecen orientarnos a un meollo. En ocasiones, una referencia o un argumento de autoridad lucha por aparecer para corroborar una intuición porque la idea central remolonea, tarda en venir. A mí me da por ensayar con sinónimos algún pálpito (uso una metáfora precisamente para no repetir) que empuja para ser parido.
Amo los sinónimos pese a que reconozco cuán limitados son, tan deseosos de equivalencia cuando a duras penas consiguen proximidad. Un ejercicio clásico sostenía: corcel, caballo y jamelgo son sinónimos, pero jamás podrían utilizarse en el mismo contexto. Y costaba distinguir los textos que justificarían el uso de cada uno de esos sustantivos. Ahora, la reciente concepción del DLE nos facilita la vida porque al pie de cada palabra aparecen los sinónimos y antónimos, cuando en el pasado venían en diccionarios diferentes. Pero ocurre que cada auténtico escritor sabe que los verdaderos sinónimos no existen, porque una palabra, exclusivamente una, es la apropiada para nombrar, calificar o darle vida a las cosas. Así como también sabe que las repeticiones empobrecen el estilo.
Visto así, escribir no es tan simple. No se trata de liberar recuerdos o experiencias que se desea compartir –desbloquear, le dicen– o que la escritura resulte una catarsis respecto de algún suceso traumático. El ciudadano generoso bombardea los diarios del país con sus cartas portadoras de opiniones, devociones y consejos a un pueblo que parece dormido sobre sus duras realidades. Tan dormido que, precisamente, no lee la prensa, de tal manera que los asiduos estamos enlazados en un círculo invisible, donde tenemos la sensación de conocernos.
Sostener que la intención de escribir se levanta sobre un férreo andamio de lecturas, es verdad de Perogrullo. Más vale insistir en ella porque la elección de las palabras depende de ese caudal personal que está almacenado en el cerebro y salta a la punta de los dedos cuando se piensa. Porque “la lengua es a la escritura como la escritura a la lengua”: un fluir al unísono, una carga de significado en el significante, a veces un flechazo que remueve ondas de caudaloso pensamiento.
Cuando leo una novela histórica que ha respetado el registro idiomático de su tiempo, consulto el diccionario tantas veces como sea necesario iluminar los vocablos en desuso, pero apropiados y decidores para narrar el pasado. Eso fue para mí la inolvidable Pájara la memoria (1984) del quiteño Iván Egüez, novela que se mueve en la historia –la colonia, la modernidad– con el vocabulario adecuado. Siempre me será grato mencionar la buena literatura del país, que espera lectores deseosos de apreciar el talento nacional. (O)











