La observación es obvia para cualquiera que haya tomado un curso de lingüística: es ingenuo pensar que una determinada forma de hablar va a cambiar la realidad. Decir “amigues” o “chiques” no va a conseguir mejores condiciones para las mujeres en esta sociedad ni en ninguna otra. La afirmación es de Perogrullo. Conviene no olvidarla. La lengua es política, claro. La política está presente en la vida de cualquier hablante y la lengua interactúa con esa situación de muchas formas. Pero eso no significa que pueda manipularse a voluntad, así esa voluntad esté alimentada por los buenos sentimientos y los anhelos de justicia social. De hecho, sucede lo contrario: es la lengua la que nos moldea a nosotros, somos nosotros los que somos hablados por ella. Es poco lo que puede hacerse a título personal.

Nuestra relación con la lengua es, como se sabe, problemática. El dominio que podemos ejercer sobre su uso es más bien modesto. Para que una palabra desaparezca (no digamos ya para cambiar el uso de los pronombres personales) hace falta mucho más que un grupo de gente irritada comience a hablar de otra forma en las redes sociales, las reuniones con los amigos o las aulas universitarias. Podemos, desde luego, acordar expresarnos así con algún colega o con una prima hermana, pero generalizar esas maneras es una tarea complicada que pasa por unas dinámicas que van mucho más allá del simple deseo de cambiar las cosas. Si esto no se comprende es muy poco lo que puede discutirse.

Santiago Kalinowski ha dicho, sin embargo, algo interesante: el lenguaje inclusivo no debería partir necesariamente del deseo de imponer cambios gramaticales o formas de hablar sobre los hablantes. Para Kalinowski, deberíamos aproximarnos al lenguaje inclusivo como un fenómeno retórico, no como un fenómeno de la lengua. En buen romance, esto quiere decir que el lenguaje inclusivo puede ser una herramienta perfectamente válida para expresar inconformidad. Es decir, una forma de mostrar un malestar hacia lo que Kalinowski llama el “ordenamiento patriarcal” del mundo, que él encuentra codificado en la lengua. El lenguaje inclusivo como la configuración discursiva de esa lucha política, no como una disputa gramatical que intenta convencer academias.

Kalinowski sabe perfectamente que cualquier imposición está destinada al fracaso. También conoce las limitaciones de su postura: el lenguaje inclusivo es sin duda un producto de unas élites educadas cuya utilización está circunscrita a grupos reducidos y, en países como el nuestro, muy reducidos. A pesar de ello, es una batalla que para él merece la pena pelearse. El lingüista argentino sabe que nadie es menos machista por usar la “e” o la “x”, aunque él ve algo fundamental en que los cambios a una estructura social comiencen por un cambio en nuestra relación con la lengua.

La postura es difícil de objetar. Cada quien es libre de elegir la forma en que defiende sus causas y libra sus batallas. Lo importante es no perder de vista los elementos del debate y los espacios desde donde estas luchas deben librarse. La imposición de aquellos usos o la condena sin más del fenómeno son, desde luego, las peores formas de aproximarse a él. (O)