Desde hace algunos años múltiples análisis respecto de la realidad criminal en la región vaticinaban que el crimen organizado se convertiría en una de las amenazas latentes para la vivencia democrática en América Latina. Una reciente publicación del Índice de Riesgo Político mencionaba al crimen organizado como el riesgo principal para las democracias, especialmente al generar mayor percepción de inseguridad, corrupción e impunidad, lo que provoca una absoluta falta de confianza en la capacidad del Estado de proteger la seguridad ciudadana. Martínez Meucci advertía que el narcotráfico funge como verdadero eje regional para la acción del crimen organizado y su progresiva simbiosis con los organismos públicos, agregando que la fragilidad de las instituciones y organismos estatales, los grandes márgenes de ganancia que da la economía criminal y las ambiciones políticas se combinan para generar un coctel explosivo.

¿Cuándo perdimos?

Lo que muy pocos se imaginaban es que la amenaza a la democracia se convertiría en una realidad despiadada en la que grupos criminales desafiaran de forma abierta la democracia y la paz pública con el propósito abierto no de derrocar a un gobierno, sino de demostrar a los ciudadanos que el verdadero poder lo tienen ellos, no el Estado. Lo vivido en días pasados en nuestro país no es solo la mayor arremetida criminal en la historia republicana del Ecuador, sino un desafío al orden como quizás no lo haya vivido América Latina con anterioridad. La circunstancia de que diversos grupos criminales, distribuidos virtualmente en todo el país, hayan decidido lanzar un ataque planificado y sistemático, ha llevado a que analistas admitan que golpes tan directos a la autoridad legítima del Estado y a áreas centralizadas del poder no tienen parangón en la región, salvo quizás la guerra que sostuvo el narcotráfico colombiano contra el Estado en la época de Pablo Escobar.

Los corredores de ron

Ahora bien, en momentos en que la dinámica de la situación es todavía muy cambiante, es importante resaltar el apoyo que han tenido las medidas anunciadas por el presidente Noboa. No es un secreto que una mayoría aplastante de ecuatorianos considera que la única manera de combatir a estos grupos criminales es mediante una represión vigorosa que incluya, de forma inequívoca, la respuesta letal. Pero aun bajo esa perspectiva, el país debe estar consciente de que el reto es gigantesco, pues se trata no solo de inmovilizar a 20.000 integrantes de bandas criminales, sino también de admitir la dinámica de la economía de la droga con todas sus ramificaciones e implicaciones. Mientras el mundo consuma más y más cocaína, no se puede augurar una solución inmediata y radical más allá de nuestras intenciones.

Revisar todo lo que se pudo haber hecho para evitar que nuestro país llegue a tal estado de conmoción es, posiblemente, a estas alturas, un mero repaso de conjeturas. La única realidad es que hemos llegado a un momento de nuestra historia en el cual, recordando a Winston Churchill, solo nos queda aprender a base de sangre, sudor y lágrimas. Y solo para recordar que hasta hace pocos años nos jactábamos de ser una isla de paz. Qué brutal y cruel ironía. (O)