La semana pasada participé en Canadá en el congreso internacional Perspectivas Multidisciplinarias sobre el Ecuador, organizado por la Universidad de Ottawa y la Universidad Andina Simón Bolívar. Canadá me pareció un escenario idóneo para tratar sobre cruces culturales en la narrativa ecuatoriana de los últimos veinte años, a partir de un aspecto que la ha caracterizado de manera evidente: su internacionalización temática y la acogida editorial. Muchas de las novelas de las dos últimas décadas abordan a personajes ecuatorianos vinculados a otros países. Basta con citar novelas como El invitado (2007), ambientada en Perú o Memorias de Andrés Chiliquinga (2013), ubicada en Nueva York, ambas de Carlos Arcos Cabrera; La maniobra de Heimlich (2010), de Miguel Antonio Chávez, o Siberia (2018) de Daniel Alcívar, que oscilan entre Ecuador y Buenos Aires; Mónica Ojeda, con Nefando (2016), escribe sobre un grupo de escritores y artistas latinoamericanos hospedados en Barcelona; las tres últimas de Óscar Vela, la más reciente Ahora que cae la niebla (2019), ambientada en el Estocolmo de la Segunda Guerra Mundial, alrededor de Manuel Antonio Muñoz Borrero, diplomático ecuatoriano que le salvó la vida a varios judíos durante la persecución nazi; la estupenda Cursos de francés (2017), de Ernesto Carrión, con un poeta alcoholizado y desmemoriado que va a Cannes para supuestamente seguir cursos de idiomas, pero que realmente está huyendo de momentos de su pasado que no puede recordar; incluso novelas como La familia del Dr. Lehman (2015), de Sandra Araya, que borra los referentes miméticos de un lugar en concreto pero sugiere una road movie por el oeste norteamericano; Humo (2017) de Gabriela Alemán, transcurre en Paraguay, o Moscow, Idaho (2015) de Esteban Mayorga, en Estados Unidos. O bien Te faruru (2016), de Jorge Izquierdo, que en su estilo fragmentario y sincopado, salta felizmente entre distintos países y épocas.
Pero también hablé de antecedentes. En este espectro global, habría que recordar la menos leída de las novelas de José de la Cuadra: Los monos enloquecidos. Se trata, de entrada, de un manuscrito accidentado. La novela se publicó póstuma, en 1951, diez años después de la muerte del autor. En esa edición se explica que parte del manuscrito original enviado a la editorial Cenit de Madrid, la que ya había publicado Los Sangurimas en 1934, se perdió en España. La única copia la perdió el propio José de la Cuadra. Finalmente en 1948 se encontró el manuscrito inconcluso entre los papeles de Joaquín Gallegos Lara y la novela salió a la luz tres años después. La menciono porque es la primera novela planetaria del Ecuador. El protagonista, Gustavo Hernández, se marcha de Guayaquil para iniciar una vida de marinero. Recorre las islas Galápagos, Australia, Oceanía, Malasia, Mozambique, Dinamarca, Estados Unidos y Buenos Aires. Finalmente se casa en Bahía Blanca, se traslada a Valparaíso y de ahí vuelve a Ecuador. Este periplo abarca los primeros 18 capítulos breves de la novela, abarcando 29 años. Al inicio, hay un texto que hace de pórtico: “Palabra del protagonista al autor”, donde Gustavo Hernández se dirige a José de la Cuadra, a la manera del Augusto Pérez de Niebla, de Miguel de Unamuno. Son palabras inquietantes. Le reprocha la manera de tratarlo: “¿Cómo ibas, pues, a comprenderme del todo, cuando mi espíritu es, mitad y mitad, selva y océano?”. Revelador: la identidad de Hernández es selva y océano, una combinación de diferentes horizontes. Está descentrado.
Si bien no alcanza el nivel de Los Sangurimas, tiene el pulso del narrador fluido y preciso, aunque ese periplo de 29 años de errancia por el mundo ocurre demasiado rápido, como si el escritor apenas estableciera un bosquejo resumido en el que no se profundiza, como la escena en la que naufraga la embarcación en las Galápagos con los prisioneros, y que recuerda a Lord Jim de Conrad, donde también naufraga una embarcación, pero allí son varias páginas de calado, estremecedoras. O el episodio en Malasia cuando un japonés se burla de Ecuador. Hernández ironiza escatológicamente de la bandera nipona y termina por asesinar al ofensor. El delirio final de Hernández, afanado en buscar un tesoro perdido en la selva y la aparición de los monos enloquecidos, habría dado más para convertirla en una novela original. Lo sigue siendo: ningún escritor ecuatoriano se había lanzado a tal despliegue global. Quizá De la Cuadra se dio cuenta de la influencia de Conrad o percibió inconsistencias en su historia, y eso dejó el proyecto trunco. Es decir, trunco por su autocrítica. Siempre me preguntaré qué habría escrito él con su gran talento si hubiera vivido más allá de sus 41 años.
Vuelvo a leer Los monos enloquecidos porque la manera en la que la novela ecuatoriana se está desplazando por el mundo logra obras reveladoras y no se paraliza en una identidad cerrada sino múltiple, interrelacionada, resonante. Una multidentidad. Al mismo tiempo, ilumina retrospectivamente el canon literario, que debe siempre moverse para tampoco paralizarse en “las tumbas de la gloria”, como diría Fito Páez. En parte por el talento individual de sus escritores, en parte no menor –pero no es la explicación decisiva– por las grandes oleadas migratorias de ecuatorianos desde los años sesenta. Si bien la literatura no se explica solo por coordenadas sociales, hay algo implícito en ella que puede dar luz sobre arcos históricos de amplio espectro. En cualquier caso, las nuevas obras literarias son una oportunidad para seguir problematizando la pereza mental del esencialismo nacionalista y las fronteras restrictivas. Canadá es un ejemplo por las obras de excepción e inasibles de escritores como Hubert Aquin, Anne Carson, Anne Michaels o Michael Ondaatje. Nada mejor que el escenario canadiense para difundir la literatura ecuatoriana. Una imaginación global impide que el localismo se duerma en su propia inercia. Es necesario el mundo para iluminar mejor el rincón en el que habitas, y viceversa. (O)