Amaneció lloviendo. El primer día del año llegó goteando, nublado y pálido. Trasnochado. A la medianoche en punto Alemania enloqueció y, sin darle tiempo de hallar refugio, al año 2019 le reventaron los tímpanos con toneladas de pólvora a la que prendían fuego, ráfagas que explotaban en más ráfagas de donde brotaba a chorros un pis de estrellas. Así se estuvieron durante más de una hora, toda Alemania en las calles disparándole al cielo. El Año Nuevo no sabía dónde esconderse, preguntándose qué le pasó a toda esta gente silenciosa, qué sucedió con estas calles por donde usualmente uno camina a cualquier hora del día o de la noche como por un cementerio... Te están dando la bienvenida, eso les pasa. Te saludan, como todo el mundo, con ruido.

Pero el ruido (los truenos de pólvora, los bramidos de los borrachos y las botellas rotas) paró tan abruptamente como arrancó. Y sobre el silencio inmaculado de la madrugada empezó a llover. Una lluvia de puntillas, primero, y luego zapateando sobre los tejados y los lomos metálicos de los autos. Ni un alma en las calles durante la primera mañana del año. Solo la lluvia limpiando el desmadre, disolviendo los restos de la pirotecnia, las vainas de cartón convertidas en pulpa como verrugas sobre el asfalto.

Cuando hace diez años llegué a Alemania, pensé que el larguísimo vuelo intercontinental me había dejado sorda. Luego me di cuenta de que el volumen de este país es tan bajo como el que le ponía a la tele cuando era niña y veía alguna telenovela prohibida. Parecería que todos andan contándose secretos. Como si en trenes y cafés a la gente le aterrara que algún extraño escuche sus conversaciones, como si los agentes encubiertos de la Stasi todavía anduvieran por esta región oriental de Alemania a la caza de opositores que se atrevieran a criticar al paraíso socialista y sus líderes sagrados.

Acostumbrada a este silencio, cada vez que viajo a España o Italia me toman por sorpresa los vozarrones con los que habla la gente. El volumen de Ecuador se me antoja un intermedio entre la melancolía andina y la chispa extrovertida del costeño. Cuando llegué a Alemania no solo pensé que me había quedado sorda porque me costaba escuchar los saludos de los vecinos (o quizá eran ciertas mis sospechas: no me saludaban) sino que también me di cuenta de que yo era bastante gritona. No por nada me apodaban “voz de pito” cuando era niña. Pensaba sin embargo que una adolescencia snob entre libros y películas europeas me había compuesto. Pero al parecer no porque era mi voz la que se elevaba entre las decenas de vecinos desayunando en sus balcones, la que resaltaba en cafés, tranvías, oficinas y bares. Luego éramos dos, las gritonas. Mi hija y yo hablando no solo a gritos, sino en español. Y ahora ya somos tres con la llegada de mi bebé y su voz rompe-cristales. Cómo describir las miradas que nos echan por la calle… miradas que yo interpretaba como furibundas pero que con el tiempo aprendí a comprender como rostros no acostumbrados a la sonrisa, petrificados en una mueca de hastío tras la cual se oculta un alma sensible.

Los únicos que gritan acá son los extranjeros de ciertas procedencias, los bebés y los niños con berrinche. Si es un bebé, no falta la amable viejecita que te explique que tu criatura tiene hambre. Dios le oiga, señora, ya se quisiera cualquier madre que con meterle una botella de leche o un pan en la boca se callara el guagua. Si andar con un bebé gritón por cualquier lugar del mundo es un infierno del cual salimos bañadas las madres en sabios consejos de extraños, acá en Alemania es como andar desnudo entre esquimales. Absolutamente inapropiado, estridente, como pidiendo a gritos que te presten atención. Sucede lo mismo cuando me visitan amigas o familiares ecuatorianos. Pero cómo pedirles que de la noche a la mañana ajusten el volumen de su voz, hazaña que a mí me ha costado toda una década. Quizá debería usar la técnica de mi papi que solía pellizcarme la punta de la nariz y girarla como si fuera una perilla. Entonces yo sabía, sin necesidad de órdenes, que era hora de bajar el volumen de mi voz de pito.

Así que cada festejo de Año Nuevo me despierta la extraña sensación de estar en otro lado, o en otra época. Aquí mismo en Alemania pero durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial… o muy lejos, quizá de vuelta a mi infancia en la playa de Salinas donde pasaba el feriado entre la arena y el mar, los helados Top Cream y los ceviches de La Lojanita, recibiendo el año con música y alegría tan bulliciosas como los juegos pirotécnicos que bailaban sobre las olas. (O)