El patriotismo es la pasión por el país en que se ha nacido; o por el que alguien se siente ligado por razones familiares, culturales, etcétera. Los cultores del patriotismo tienden a hacer coincidir la patria con determinado Estado, necesitan que esa geografía indeterminada se encarne en símbolos e instituciones. Como toda pasión es irracional, por eso fácilmente declina hacia el chovinismo, en el que el amor por lo propio conlleva odio y desprecio por lo ajeno. Las doctrinas nacionalistas apelan a este tipo de sentimientos con atroces resultados, dicen “la patria ante todo”, antes del bienestar de los individuos y de valores esenciales, como libertad, respeto por los derechos del otro, igualdad esencial, etcétera. Pero cabe pensar en un patriotismo positivo, que dimane de la aceptación racional de la realidad de la presencia de una comunidad humana en cierto territorio y desee lo mejor para ella con realismo, sin fanatismo, ni odios. Por cierto que es una forma rara, que sobre todo debe admitir que antes que la patria están los valores.
El regionalismo es muy parecido, pero en lugar de estar enfocado en un Estado, lo hace en una determinada región del mismo. También se puede pensar en una forma positiva del regionalismo, como el interés por el bienestar y prosperidad de la comunidad regional. Pero, por supuesto, tiende con frecuencia a convertirse en un sentimiento negativo e incluso agresivo, con alto grado de desdén y hostilidad para los otros, con el agravante de que “los otros” son sus connacionales. Sí, qué pena el regionalismo. El centralismo es un regionalismo de la capital, de la región o ciudad que es sede del poder político. Tan fácilmente pervertible como los otros, conlleva el agravante de que los capitalinos tienden a confundir los intereses de su distrito con los del Estado. Sí, qué pena el centralismo, también.
Personas conflictivas, que se solazan en la pugna y viven de la discrepancia, existirán siempre, por eso nunca lograremos desterrar del todo las versiones odiosas de estos sentimientos. Sin embargo, hay sistemas que atajan estas malsanas pasiones y que, sobre todo, mitigan sus nefastos efectos. Uno, el Estado mínimo que quita pretexto al regionalismo, reduce las posibilidades de manipulación del centralismo, y disminuye poder a los vicios chovinistas y nacionalistas al rebajar la dimensión del aparato político-burocrático que busca identificarse con “la patria”. Y otro, el sistema federal que maniata más a los centralistas, regionalistas y autoritarios. Países muy poderosos (Estados Unidos, Rusia), o muy ricos (Suiza, Alemania), o con alto desarrollo humano (Canadá, Australia) son federales, y en el mundo hay una tendencia a reforzar la autonomía de las regiones, pues es claro que cada uno administra mejor lo propio. Así que tranquilos, “su patria” no se va a disolver con el federalismo. El Ecuador, tanto por su conformación geográfica como por su idiosincrasia humana, es el país diverso por excelencia. Un sistema federal reconocería en lo jurídico y político esa diversidad que han creado la naturaleza y la historia. Nuestros padres fundadores, Olmedo y Rocafuerte, ya lo previeron. (O)