El pasado jueves me aposté afuera de la sede del Ministerio de Educación con un letrero que decía “Asesoría gratuita al ministro de Educación”. Aparte de los despistados que esperanzadamente me pedían consejo para sus variados trámites y quejas, se me acercaban a preguntar por el MIES, el Ministerio del Trabajo, el Ineval, Migración y una universidad cercana. Afortunadamente, conozco esta zona de Quito con sus rutas de buses y me encanta hacer sugerencias, no por nada estaba ahí dispuesta a que Fander Falconí me hiciera todas las preguntas de rigor.

En su lugar, bajó una funcionaria que me explicó todo lo bueno que hacían. Es decir, no quería hablar de educación; y yo que no le iba a cobrar nada, ni siquiera el impuesto al trabajo que ha estado de moda en el país y todos fingían no saberlo.

En apego a mi ofrecimiento original, comparto con ustedes algunas de las ideas que me saltan a la cabeza. La primera es que el ministerio debe dejar de actuar como que tiene todas las respuestas. No las tiene porque hay cosas que todos hacemos mal y, en este caso, hay algunas que están evidentemente equivocadas, pero especialmente porque no hace investigación ni parece que conoce las que se han realizado. Para una gran mayoría, es un enorme misterio lo que sucede en las aulas e instituciones educativas ecuatorianas.

Pero la solución no recae en medir los resultados de aprendizaje, pues las evaluaciones estandarizadas que pueda realizar el Ineval están, como con las pruebas PISA, signadas a decirnos lo que ya sabemos: que estamos muy por debajo de los países europeos y asiáticos a los cuales nos gustaría parecernos. Como evalúan un particular modo de hacer educación, responden a las necesidades de países con industria y tecnologías avanzadas, y sus resultados dependen de los índices de inequidad socioeconómica, no nos sirven como deberían. Basta con hacer una hoja de balance social y productiva.

Las autoridades dirán que ahora sí las aulas están abiertas para la investigación, pero esto no va a llenar nuestro vasto desconocimiento, ya que no tenemos una gran tradición de investigación educativa y nuestro manejo de teorías educativas o pedagógicas es limitado. Además, tampoco se trata de indagar, como se propuso alguna vez en otros países, descifrar el aula o la escuela como si fuera una caja negra, para buscar la razón por la cual nos seguimos estrellando contra las rocas. Más bien, se centra en que entender nuestra educación nos permite entendernos mejor a nosotros y entre nosotros mismos.

El Estado ecuatoriano continúa tratando de tapar el sol con un dedo. Al mismo tiempo, no tiene empacho en dejar los escombros de la mal llamada Unidad Educativa del Milenio de Bahía de Caráquez como tela de fondo de la tragedia a la que asisten diariamente quienes aún no se recuperan del terremoto del 2016. La tarea a la que este Gobierno se enfrenta es monumental, pero ¿cuál será la razón por la que no puede evitarles el insulto de ver la pantalla correísta desintegrarse ante sus ojos? Tal vez el ministro quiera participar en mi nueva investigación. (O)