Cuando en América Latina, el teatro colonial empezaba a tener prestigio, Pedro Jorge Vera (novelista, dramaturgo guayaquileño, 1914-1999) escribió El dios de la selva (1939); magnífica obra de teatro que debería pertenecer a la lista de prominentes dramaturgos latinoamericanos de ese entonces como Rodolfo Usigli, México; Virgilio Piñera, Cuba; Roberto Arl, Argentina.

Pedro J. Vera obtiene reconocimiento nacional junto a otros colegas como Jorge Icaza, Demetrio Aguilera Malta, etcétera, pero no precisamente por escribir teatro. En 1930 las leyes latinoamericanas y gringas empezaron a visualizar un prometedor futuro económico en la selva amazónica en la agricultura y la explotación de minerales. El éxodo de los ciudadanos hacia la selva en busca de un mejor vivir económico fue elevado e imparable. La Amazonía vivió una segunda colonización después de que los países latinos se proclamaron repúblicas soberanas. El dios de la selva, desde mi punto de vista, es una obra que debe ser ovacionada, reconocida, porque nos ubica en una época ecuatoriana olvidada; consolida la identidad mestiza en la Amazonía (para bien o mal); resalta la poética entre conflictos y devenires de los personajes; justifica el amor propio más allá de creencias religiosas. El protagonista se reconoce elegido por la madre tierra; la rescata de los “gringos” porque “los derechos de la tierra son anteriores a los derechos de los hombres”. La tierra le habla a Avilés desde su instinto de macho y cuando ataca el conformismo de sus discípulos. El primer drama moderno (1900-1950) de Europa se confabula orgánicamente con Latinoamérica. Magaly Muguercia aclara la importancia de que estas vanguardias estéticas se vincularan con el teatro de este continente, pero también comenta que “el arte en América Latina tiene una gran tendencia a mitificar y exaltar valores simbólicos, además de ahondar en culturas marginadas. América Latina no solo está obsesionada con la historia, sino también por sus pertenencias culturales por la diversidad…”. Ignoro la cercanía que pudo tener Vera con otros dramaturgos de países vecinos antes de escribir El dios de la selva, tiene influencias de Strindberg-

Nietzsche y Shakespeare; se pueden apreciar las desavenencias de los personajes consigo mismos, donde el amor puro se corrompe entre el poder y la propiedad privada. Avilés es Macbeth, pero no se contenta con el reino, quiere ser dios, sabe que los obreros no son enemigos porque ellos llevan el “fracaso en la sangre”. Este Macbeth ecuatoriano cree en el destino (no trágico) amatorio y de conquistas. Cuando Dalia le confiesa que como dios solo sabe “amar y apretar”, y que el poeta Jorge “canta y sueña”; él no se rinde pero recuerda: “… ¡perdonar!… ¡Qué asco!… Un cornudo es menos que una mujer”. Dalia vuelve a él, descubre que este dios también canta cuando se enfrenta al peligroso río que amenaza la pequeña aldea; mientras que el doctor ebrio sabe que Avilés “canta y mata” porque “para ser un gran aventurero hay que ser un gran asesino”. Pedro J. Vera vislumbra diversas voces en esta obra de teatro, el dios, el poeta, la amante, el sarcástico y el pueblo. Avilés defiende con soberbia lo que (no) le pertenece, comanda y explota a la Amazonía. Quizás haya muchos más datos que se me escapan, por eso invito a que se sumen más voces para que El dios de la selva cruce fronteras y encuentre el reconocimiento merecido. (O)

Delia Pin Lavayen, Guayaquil