Dziga Vértov, el cineasta y documentalista ruso, refiriéndose al destino final de su amigo El Lissitzky comentó en alguna ocasión que es cierto que un piano, en última instancia, puede llegar a usarse como mesa, pero que ese no es su propósito final. El piano sirve para ser un piano y no hay más vuelta que darle. Recuerdo esta observación de Vértov ahora que está por concluir en Barcelona una retrospectiva del pintor, arquitecto y escenógrafo ruso El Lissitzky, titulada La experiencia de la totalidad, en la Fundación La Caixa-La Pedrera.

Lissitzky fue discípulo de Malévich, creador del suprematismo. De Malévich recordarán su famosa pintura Cuadrado negro, de 1915, donde verán efectivamente, el título no engaña, un cuadrado rodeado de un borde blanco que podría pasar por ser un passepartout, pero que es parte del lienzo. Así de simple, un cuadrado negro con un filo blanco. Pero no es tan simple como puede parecer. En esos momentos de la vanguardia, donde todo se estaba replanteando en la pintura, cuadros como estos significaban actos decisivos para criticar la representación visual tradicional. Sugiero que cuando vean el cuadrado negro se detengan en el detalle de que no está perfectamente encajado, que hay un mínimo movimiento que parece inclinar el cuadrado negro hacia la izquierda. Nimiedades, por supuesto, pero que ponen a temblar el tópico (de paso, no se fíen de las líneas de Mondrian, porque no son líneas, sino cintas, y muchas de ellas parecen acabar pero no acaban ni cruzan lo que creemos que cruzan). Personalmente, me gusta más otro cuadro de Malévich, que pintó tres años después, en 1918, titulado Cuadrado blanco sobre blanco. Aquí la inclinación es mucho mayor, esta vez hacia la derecha, y el contraste de los dos colores blancos es notable. Ambos cuadros están pintados al óleo y apenas tienen un metro de largo por cada lado. Malévich, junto con Mondrian y Kandinsky serán los maestros de la abstracción contemporánea que pasará por pintores como Pollock, Rothko y Still, y que llegará a nuestros días con el gran pintor español Pablo Palazuelo.

Me distraje con Malévich cuando había empezado a hablar de Lissitzky. No fue un descuido. En realidad me pasaría hablando de Malévich, el maestro de Lissitzky, porque este último me inquieta. La reciente exposición en La Pedrera me deja la sensación de una pérdida irremediable, de un desperdicio de talento sometido al uso político del arte. Lissitzky, un espíritu creativo que estuvo cerca de artistas como Chagall y Malévich, desarrolló arriesgadas propuestas de vanguardia, deshaciéndose no solo de la figuración en su pintura, sino explorando técnicas cinéticas y hasta estructuras creativas que pretendía trasladar a la realidad y a las que llamó PROUN, siglas rusas de la expresión “Proyecto para la afirmación de lo nuevo”. Su formación de arquitecto le dio recursos para crear diseños que no llegaron a ser realidad, como un teatro completamente circular donde el escenario está visto desde todos los ángulos, o rascacielos horizontales –ya que sostenía que como en Rusia no hay problemas de espacio, el asunto no era hacerlos hacia arriba, sino tenderlos a lo largo– y muchos pabellones de exposiciones. Un talento realmente explorador que apostó por la revolución comunista rusa desde sus inicios y frente a la que su propia obra empezaría a resultar extraña. El caso de Malévich lo representa mejor, o representa el drama llevado a la confrontación: Malévich será marginado por el gobierno comunista por considerar su arte como un vestigio de la burguesía que se había derrocado. Lissitzky podía haber corrido la misma suerte, pero no fue así, o al menos no con un escándalo tan radical como el de Malévich. Lissitzky, de origen judío, siguió apostando por el discurso propagandístico ruso. Esto quizá explica que sus creaciones propiamente artísticas se hayan disuelto en los últimos años, centradas más en elaborar atractivos y efectivos pabellones para la promoción estatal de la Unión Soviética. El más emblemático es el Proyecto para la tribuna de Lenin, una estructura metálica inclinada, representando el brazo en alto de Lenin, y que estaría coronada en lo alto por la figura del jerarca ruso. Mientras estos proyectos realmente gigantescos hacían tolerable su estilo artístico minimalista por parte del omnipresente gobierno comunista, su creatividad seguía explorando formatos más bien pequeños, como reducidas fotografías y menudos libros transgresores, como la edición de un libro de poemas de Maiakosvki con un índice que permitía una lectura discontinua. Quien había planeado grandes edificios y que se dedicaba a la propaganda monumental soviética, de pronto, al volcarse a los libros, encontraba alivio en ellos. Llegó a decir que “a diferencia del arte monumental de la antigüedad, el libro se dirige a las personas y no permanece estático en un lugar como una catedral, esperando que la gente se le acerque. El libro es el monumento del futuro”.

Como dijo Vértov, se lo quiso usar como mesa cuando era un piano. El asunto fue a peor con la llegada de Stalin. Pero su historia es silenciosa y secreta, no como la del escritor Bulgákov y tantos artistas perseguidos por no someterse a las directrices culturales de Stalin. Luego de la muerte de Lissitzky en 1941, su mujer, de origen alemán, y su hijo Jen fueron deportados a Siberia. Ella nunca pudo regresar a Alemania, y solo después de la muerte de Stalin, su hijo pudo cambiar de destino. Vive ahora en un pueblo del sur de España.

Sin duda, Lissitzky pasó por la experiencia de la totalidad. Fue el precio que pagó parte de la vanguardia, en su caso la que se sometió a la política. Me gusta más la expresión de John Goldin, cuando habla de “los caminos del absoluto”: artistas radicales que llegaron a extremos conceptuales, por lo general extremos de reducción y extracción, y que no supieron ir más allá. Quizá el más allá que buscó Lissitzky lo despojó todavía más de su innovación absoluta, lo alejó del sueño secreto de los creadores. (O)

La reciente exposición en La Pedrera me deja la sensación de una pérdida irremediable, de un desperdicio de talento sometido al uso político del arte.