Nuestra invitada

La democracia, como todo proceso social, varía y se adecúa a las nuevas visiones de sus integrantes. Tradicionalmente entendíamos la democracia como un sistema de gobierno representativo, por el que la ciudadanía elegía a sus gobernantes y luego se desentendía de su control reservándose aprobar o rechazar la gestión del gobernante a través del voto.

Este concepto ha ido cambiando desde hace unas décadas, periodo en el que se habla cada vez más de una democracia participativa, entendiéndose como tal aquella por la cual la ciudadanía influye directa o indirectamente en las políticas públicas y en las decisiones de los distintos niveles del sistema político y administrativo.

Esta participación puede ser auspiciada por el poder público y reconocida por la Constitución, a través de diferentes instancias, esto es, instalada en la organización del Estado, llamada por ello orgánica, que nace como exigencia de la ley, quien le da a dicha participación diferentes niveles que pueden ser decisorias, consultivas o de control. El riesgo que se presenta en estos casos es que la sociedad termine por integrarse a la estructura administrativa estatal y en esa medida pierda la capacidad de control sobre las autoridades. De hecho, al integrarse a esas instancias abandona su espacio propio y pasa a formar parte de la misma instancia a la que debe vigilar. En términos generales, la sociedad se integra al Estado, con lo que su autonomía y su capacidad de incidencia se ven generalmente disminuidas y se tiende a perder el efecto que se buscaba conseguir (que era precisamente el control del Estado por parte de la sociedad).

La participación autónoma se refiere, en cambio, a una participación que surge “desde abajo”: es la ciudadanía la que, ya sea a título personal o a través de sus asociaciones, y sin que medie una convocatoria o autorización desde las instituciones públicas, plantea a las autoridades sus demandas y propuestas. Lo hace, además, en aquellos términos que se estiman oportunos, que podrán exhibir un carácter más colaborativo o más beligerante según cuál sea el contexto en que acontezcan. Es la participación que se expresa en las calles, como está ocurriendo en Brasil, en rechazo a políticas públicas, o la que ha llevado a miles de jóvenes a las calles en Europa en lo que se ha denominado el movimiento de “los indignados”.

Generalmente los gobiernos propician la participación ciudadana orgánica ya que con ello dan visos de legitimidad a sus decisiones sin correr los riegos de ser confrontados. Incluso, desaniman la participación autónoma, a la que no pocas veces acusan de golpistas o hasta de subversivos, sancionándolos con leyes “ad hoc”.

Las diferentes formas de participación ciudadana que se establezcan en las leyes no deben de cerrar el paso para las otras formas que puedan surgir en la sociedad, ni mucho menos reprimirla ni criminalizarla. Las leyes y las instituciones que se creen, a partir de la actual Constitución, no deberán entenderse como el monopolio de la participación, ya que la sociedad no puede perder su derecho a una participación autónoma, puesto que ello implicaría por sí mismo un contrasentido a lo que debe entenderse como democracia participativa.