En uno de los ingresos del mercado Chiriyacu, sentada en una silla de metal con esponjas vestidas de cuero color rojo, una mujer de 76 años lee un versículo del libro de Apocalipsis de la Biblia. Su lectura se interrumpe por la llegada de un cliente, ella toma una caja de cigarrillos y saca uno, recibe el dinero y entrega el cambio, acompañado de una caja de fósforos.
De inmediato, vuelve a su lectura, mientras vigila de reojo a los transeúntes que pasan por su negocio.
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Su puesto está ubicado en el centro de comercio más conocido como El Camal, en el sur de Quito. A unos metros de distancia, frente a un puesto de frutas y verduras se encuentran dos mujeres que contemplan a aquella señora con miradas de ternura, la escena se bloquea y forma un ambiente armonioso, dejando atrás la bulla y desorden de la calle que rodea al mercado.
María Mercedes Sierra, quien ahora vende caramelos, chicles, tabacos y refrescos, recuerda que empezó a trabajar en ese lugar hace 49 años, cuando ella tenía 27. En su primer puesto comercializaba limón, pimiento y tomate, solo con esas verduras comenzó.
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Después, su negoci creció, le había sumado la zanahoria y remolacha. A su lado vendían gallinas, pero todo esto era en medio de un terreno baldío que lo ocuparon para el comercio. Años después les dieron un lugar para que funcione lo que hoy en día es el mercado de Chiriyacu, el que ha sido su lugar de trabajo por casi cinco décadas y en donde crio a sus diez hijos.
Una de sus hijas es Mónica Romero, quien mantiene la tradición de su madre y ofrece una amplia variedad de opciones de frutas y verduras. Siguió la misma historia de su madre, desde los 17 años empezó vendiendo tomate y cebolla paiteña, lo que le permitió mantener a sus cuatro hijos.
Mónica es quien contempla todas las mañanas a la mujer que le dio la vida. Entre lágrimas comenta que su madre es lo más lindo que tiene. “A pesar de que mi madrecita nunca tuvo para darnos todo, pero es lo que yo más tengo, a mi mamá (…) de aquí le veo, no soy la hija perfecta, pero cuando puedo le echo la mano”, relata mientras limpia sus lágrimas con una servilleta.
Con orgullo señala a su hija, quien es su compañera durante la jornada de trabajo y quien también ha tomado la posta en el mercado.
Silvia Almagro se graduó en Belleza. Ella arrienda uno de los locales que ofrece este centro de comercio, justamente frente al puesto de verduras y frutas de su madre. Hace poco inauguró el puesto en el que realizan cortes de cabello y diseño de uñas. Sin embargo, ella afirma que ha trabajado toda su vida, pues se ha criado desde pequeña en este mercado.
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“Mi mamá siempre nos ha inculcado a trabajar, que le ayudemos a ella, con mi hermano nos criamos acá en el mercado. Es la profesión que ella me dio, entonces es una compañía para mí, yo agradezco a Dios la madre que me dio (…) yo creo que no todas las madres son iguales, he visto madres que no son con sus hijos tanto como ella ha sido con nosotros, ella ha sido la mamá, el papá y todo. Sí tengo a mi papá, pero ella ha estado para todo”, recalca la mujer que forma parte de la tercera generación de esta familia que labora en este mercado.
Ella vende junto a su madre, pues los clientes para las frutas y verduras son más que los del salón de belleza. “Mi mami es la heroína mía”, dice al describir en una palabra a quien le dio la vida.
Actualmente tiene tres hijos que están estudiando, ella dice que es su orgullo, pero no quiere que continúen sus hijos en el mercado, quiere que terminen sus carreras universitarias y tengan la opción de un mejor futuro laboral y económico.
Así, las tres mujeres convierten al pasillo oriental del mercado de Chiriyacu en su patio principal, pues la mayor parte de su vida han pasado en este lugar. Comparten con las vecinas, con otros familiares que también tienen comercios en este centro y disfrutan de la especial compañía de madre, la más valiosa forma de que muestren siempre una sonrisa en sus puestos de trabajo. (I)