El agua nos llegaba hasta la cintura y estaba tan oscuro, y el agua tan sucia, que no veíamos dónde pisábamos. Nos aferrábamos al brazo de la primera persona que encontrábamos. Y así, por si metíamos el pie en una alcantarilla o nos tropezábamos en una vereda, caminamos por la avenida 6 de Diciembre, intentando escapar de la inundación. Quito estaba sumergido bajo las aguas de un aguacero nocturno. Bajaban a torrentes de las laderas para empozarse en las zonas bajas, en los corredores norte-sur por los que intenta estirarse esta ciudad apachurrada entre quebradas y cumbres.

Nunca olvidaré esa noche, salir de la Universidad en medio del aguacero y correr a la ecovía con esa valentía más bien torpe de ser joven y creerse invencible. Creer que las aguas se abrirán para darnos paso. Todavía transitaban los buses cuando abordé uno desde la estación: una de esas plataformas elevadas un metro sobre el nivel de la calle. Olía a ropa húmeda y a alivio. Estábamos a salvo de la lluvia y nos desplazábamos hacia nuestros hogares. Una masa de gente unida por el cansancio y las ganas de llegar a casa. Pero de repente, al detenernos en una de las estaciones, en ese cruce donde desde tiempos inmemoriales se reúne toda la furia de las aguas quiteñas, el conductor nos anunció: no va más, señores y señoras.

Ay, si escucháramos la voz de los expertos y del sentido común... Pero no, nos contentamos con vivir al ritmo de directores de orquesta a quienes solo les interesa hacer dinero a nuestra costa. Nos hemos acostumbrado a una vida artificial, una máquina de consumo, a vivir de espaldas a la naturaleza...

Era evidente que no podríamos quedarnos toda la noche en la parada de la ecovía, alguien tendría que ser el primero en lanzarse al agua: solo bastaba, paso a paso, dejar que se fueran hundiendo primero las piernas, luego el torso, mejor brazo en brazo por si alguien pisara un hueco. Nunca olvidaré a la chica con quien finalmente logramos alcanzar una de las calles que sube hacia Bellavista. Con cada paso nos íbamos desembarazando del agua. Diez metros más y estábamos fuera, empapadas. Desde la ladera podíamos ver los arcoíris de aceite que flotaban en el agua. Bajo un poste de luz nos dimos cuenta de que también nuestra ropa chorreaba gotas negras. Ella llevaba un uniforme de colegio, falda a cuadros y saco rojo. Bajo mi pantalón deportivo llevaba yo todavía los shorts del entrenamiento de fútbol, el culpable de que la lluvia me hubiera encontrado fuera de casa.

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Chispeaba cuando nos despedimos. Le di un abrazo, no sé por qué. Me había agarrado una especie de gratitud, estaba deslumbrada por esa solidaridad honesta, sin esfuerzos, sin poses, que surgió entre los extraños que quedamos atrapados entre las aguas. He vuelto a recordar esta escena sucedida hace unos quince años, ahora que los medios nos empapan con la tragedia de Houston (y ahora le toca al Caribe).

De un soplo la naturaleza es capaz de llevarse consigo lo que los seres humanos han construido día a día, especialmente si lo han hecho desafiando la lógica. Así como en Quito se atoran las alcantarillas con la basura, y la fuerza de la naturaleza se une a la necedad humana para inundar calles y túneles mal planificados, para arrasar con laderas erosionadas, así también en Houston los seres humanos tuvieron su parte en el desastre. Pavimentaron, construyeron, poblaron áreas que la naturaleza habría utilizado como colectores de agua, tierras que como esponjas hubieran sido capaces de absorber grandes cantidades de agua para prevenir daños mayores. Tras las grandes inundaciones de los ríos Missouri y Mississippi en 1993, el gobierno de Clinton dirigió investigaciones para minimizar futuros daños. Recomendaban, entre otras medidas preventivas, restringir la construcción en ciertas áreas donde de vez en cuando se dan una vueltita, o tremendo vueltón, huracanes y tormentas.

Ay, si escucháramos la voz de los expertos y del sentido común... Pero no, nos contentamos con vivir al ritmo de directores de orquesta a quienes solo les interesa hacer dinero a nuestra costa. Nos hemos acostumbrado a una vida artificial, una máquina de consumo, a vivir de espaldas a la naturaleza: nos movemos en cajas de lata con ruedas, vivimos en cajas de concreto, pavimentamos la tierra a nuestro alrededor, y en los campos sembramos cultivos transgénicos y los regamos con pesticidas. En los mares, tiramos nuestra basura. En la tierra, la enterramos. Enterramos incluso basura radioactiva. (Por cierto, ¿sabían lo que está sucediendo con los depósitos de desechos nucleares de Hanford donde se produjo el plutonio para la bomba que EE. UU. lanzó en 1945 en Hiroshima? Pues que está colapsando…). En fin, además extraemos carbón y petróleo de la tierra y los quemamos. Tiramos los gases al aire. Al aire que respiramos. Para qué. Para llegar más rápido. A dónde. A dónde… A ver si al final nos merecemos que nos saquen a patadas de este planeta. Y luego tengan que enviar a alguien a lavarlo con mucha, mucha agua.(O)