Es cierto que, para llegar, hay que cruzar un río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Quienes hemos emprendido este viaje de carretera entre Barranquilla y Aracataca podemos decir que hemos entrado al Macondo imaginado por Gabriel García Márquez, un territorio que alguna vez fue como un río caudaloso y lleno de vida, hoy es más bien un hilo de agua que se esconde entre piedras.
La jornada comienza temprano en Barranquilla, ciudad en la que terminé de leer Cien años de soledad. A las cinco de la mañana parto hacia Ciénaga. Allí, Fernando Arrieta, nuestro guía de Macondo Surreal, nos da la bienvenida con un ritual culinario típico del Caribe colombiano, la famosa arepa de huevo, que es una joya simple: masa dorada de maíz amarillo que esconde un huevo frito en su interior, un bocado que, en su sencillez, encapsula el espíritu de la región.
Unos kilómetros más adelante paramos a tomar peto, una bebida caliente y tradicional, que es como un arroz con leche, pero en lugar de arroz tiene maíz blanco. Fernando sabe que al saciar nuestro apetito vamos a llegar satisfechos y felices a nuestro destino. Lo hemos escuchado tantas veces: barriga llena, corazón contento.
Cuando llegamos a Aracataca, donde todo es Gabito y todos parecen tener una anécdota con él, el primer lugar que visitamos es la Casa del Telegrafista, el lugar donde trabajó Gabriel García Martínez y que nos recordará a los protagonistas de una de las historias de amor más grandes que se hayan escrito: El amor en los tiempos del cólera.
Las teclas del telégrafo parecen resonar aún, como si los ecos de las historias que marcarían la literatura del siglo XX estuvieran atrapados entre sus muros. Mientras recorremos el pueblo, Fernando nos señala estructuras y detalles que podrían haber inspirado pasajes de la obra de Gabo. Las fachadas coloridas y desgastadas, los rostros de los locales, incluso los silencios, hablan de un Macondo que, aunque golpeado por el tiempo, persiste en su esencia.
Llegamos a la casa de sus abuelos, donde Gabo pasó su infancia. Convertida hoy en un museo, es un portal hacia su niñez: el vaivén de las hamacas, los peces de metal que fabricaba Aureliano Buendía, el eco de los zapatos sobre el suelo de baldosas. Es fácil imaginar a un niño observando todo, con los ojos tan abiertos como su imaginación. Es fácil imaginar a ese niño escuchando atento todas las historias que su abuela le contaba. Aún quedan unos pocos muebles originales, las memorias siguen allí.
Al salir de la casa, buscamos un comedor popular en donde se ofrecen varios platos típicos de la región: el cayeye, el sancocho trifásico, el arroz con camarones. Sin embargo, elijo el plato más contundente: el chicharrón. Con este plato, uno de los favoritos de Gabo, me conecto con el escritor.
El chicharrón me hace pensar en la región: su corteza es crujiente; su interior, jugoso como el Caribe, una región a la vez áspera y cálida. Me fascina pensar que incluso su comida me contribuye a construir la geografía imaginaria de Macondo. Volvemos a la carretera luego de ver pasar el tren. Ese que algún día significó prosperidad para la región. En el que se transportaban carbón y banano. Es justamente en Sevilla donde conocemos las historias de los trabajadores de la United Fruit Company, cuya sombra atraviesa las páginas del libro como una de las grandes tragedias del siglo XX.
Un anciano que vivió esa época nos recibe en su casa y relata cómo las realidades de su juventud se convirtieron en literatura. La tarde cae y el viaje nos lleva de regreso a Ciénaga, para visitar el departamento donde Gabo vivió con su hermano y que ahora es un lugar en el que se reparan computadoras.
Todo el viaje es un contraste agudo: un recordatorio de cómo el tiempo transforma los lugares, aunque las historias que los habitan perduren en la memoria colectiva. Finalmente, llego a Barranquilla, donde está la Heladería Americana, inmortalizada en El amor en los tiempos del cólera; la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, donde se casó con Mercedes, y la casa del nobel en Barrio Abajo. Me recogen Vero y Mane, quienes hicieron hasta lo imposible para que pudiera emprender este, uno de los viajes más inolvidables de mi vida.
En el 2027 se celebra el centenario del escritor colombiano y volveré a ver lo que Colombia está preparando para festejar al padre de las mariposas amarillas. (O)