Estaba el torero en el casi religioso ritual de ponerse el traje de luces tradicional, moldeado de oro y grana, con ayuda de los subalternos (algunos eran periodistas acomedidos) cuando se acercó su representante para decirle al oído que el toro al que debía enfrentar (quinto de la tarde) no era tal sino apenas un novillo que no había alcanzado su madurez física y carecía de la bravura de un toro rejoneado. Tenía pitones pequeños, curvos, pero no peligrosos y carecía de mañas. Se le notaba en los corrales. Podía el diestro salir confiado a las dos plazas: la Centenario y la Monumental (para referirnos en términos taurinos a los estadios).