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Epopéyica final 78 y ¡Argentina campeón…!

Como todo anfitrión, se esperaba un sorteo más sencillo, sin embargo, nunca un local debió sortear tales escollos.

Mario Alberto Kempes (i), fue una de las figuras de Argentina en el título del Mundial 1978. Foto: Archivo

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Último Mundial con 16 equipos. Por fin la FIFA se dignaba a darle la organización a un país que lo venía reclamando desde varias décadas antes, y un país que dio tanto al fútbol. Pero Argentina estuvo históricamente a contramano de la FIFA y de los Mundiales. Cuando gozó de su generación dorada, en los años 40, se anularon por la guerra las copas de 1942 y 1946. Era un manantial de talentos y hubiese tenido altísimas posibilidades de triunfo. Siempre aparecía un pero… Hasta que en 1978 se abrazó a esa gloria que le fue tan esquiva. No le fue fácil.

Como todo anfitrión, se esperaba un sorteo más sencillo, sin embargo, nunca un local debió sortear tales escollos. Cayó en un grupo terrible: una poderosa Italia, que le ganó y que obtendría el Mundial siguiente; la Francia de Platini, Lacombe, Rocheteau, Bossis, Battiston, Six, Tressor… y la última Hungría fuerte después de los Magiares Mágicos. Y en adelante debió vérselas con la Polonia que deslumbró en Alemania, la de Lato, Szarmach, Deyna, Zmuda, Tomaszewski. Y ante un Brasil con Zico, Dirceu, Batista y otros guitarristas. Luego ante un Perú pleno de figuras como Cubillas, Cueto, Velásquez, Oblitas, Muñante… Aunque a este lo agarró cansado y ya eliminado. Y en la final, una Holanda tremenda de juego y carácter, que había arañado el título cuatro años antes sin ser menos que Alemania.

En 1974, la Naranja Mecánica de Rinus Michels le había dado dos palizas memorables a Argentina en el término de treinta días: 4-1 en Ámsterdam (amistoso) y 4-0 en Gelsenkirchen (ya en el Mundial). Ahora presentaba ocho de aquellos que habían bailado a la Albiceleste: Jongbloed, Krol, Jansen, Suurbier, Neeskens, Haan, Rep y Rensenbrink. Un noveno -Rijsbergen- quedó en el banco. Con el agregado de René y Willy van der Kerkhof, los mejores gemelos que el fútbol haya visto. Ya no estaba Michels en el banco sino Ernst Happel, el laureadísimo estratega austríaco.

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Cruyff no fue por un obstáculo conyugal. Se dijo que no estaba de acuerdo con el régimen militar (a Cruyff le importaba un rábano el tema político), y él mismo en su libro autobiográfico declaró que la verdad de su ausencia se debía a que habían sufrido un asalto violento en Barcelona poco antes del Mundial y eso lo dejó tan traumado que no quiso dejar sola a su familia. Un compañero suyo, en la intimidad, dio otra versión: “Danny, su esposa, lo puso contra la pared, le dijo: ‘El Mundial o yo’. Happel hizo lo imposible para que se sumara, hasta le alquiló una mansión al lado de nuestra concentración en Córdoba para que llevara a Danny, pero Johan no aceptó. Todo fue por una juerga previa a la final de 1974 en Alemania que tomó estado público. Johan juró y rejuró que no había participado de aquello y Danny lo perdonó, pero con la condición de que no habría una segunda vez”. De haber asistido a la Copa, el Tulipán de Oro habría llegado con frescos 31 años y a Argentina se le hubiese complicado más conquistar el título. Era mucho crack. Teniendo un equipo excepcional, Alemania en 1974 centró toda su estrategia en anular a Cruyff porque sabía que, caso contrario, había poca chance.

Como para compensar, Menotti también le dio una mano a Holanda. Excluyó de la Selección a quienes en ese momento eran, por muy lejos, los dos mejores futbolistas argentinos: Bochini y Maradona. Cuarenta y cinco años después aún parece increíble. Zafó porque finalmente consiguió coronar. Ambos le hubiesen dado la brillantez y la creatividad futbolística que le faltó. Convocó a Alonso, Villa y Valencia, tres 10, pero ninguno respondió adecuadamente y terminó volanteando Kempes, un jugador de ataque y de potencia, no exento de técnica con la pelota. No obstante, Kempes fue el héroe de aquella conquista.

Aun sin su extraordinario guía, Holanda practicaba un estilo pulido y ofensivo, estaba totalmente ensamblado y tenía internalizada la idea que había dejado Michels. Venía de ser subcampeón mundial 1974 y tercero en la Eurocopa de 1976. Se esperaba que, entre sus virtudes y el juego que propugnaba Menotti -una especie de Guardiola antes de Guardiola- se diera un festival de fútbol. En cambio fue una descarnada batalla. Por ser el máximo semillero del mundo, Argentina pretendía ser, por fin, campeón. Y Holanda, con semejante dotación que le había aparecido al comienzo de la década, tomaba el segundo puesto como una deshonra. Y se dio un choque áspero, donde imperó la pierna fuerte. Fue todo meter y guapear. Se fajaron. Los dos se pegaron a discreción bajo la complaciente mirada del réferi italiano Sergio Gonella, que no expulsó a nadie, solo sacó 5 amarillas, tres para Holanda. En el rubro leña los de naranja se impusieron, Argentina sacó una luz en el juego.

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Ninguno de los dos especuló, ni siquiera por ser una final. Cambiaron ataque por ataque. Argentina sacó ventaja en ese sentido por su fabuloso arquero Ubaldo Fillol. También generó más situaciones de gol, especialmente por Kempes y Bertoni, este haciendo estragos por la punta derecha y Kempes por el centro.

El hincha argentino dio a su equipo un recibimiento estremecedor, que el público internacional jamás había visto ni volvió a ver en los Mundiales. Es una pieza única. Miles de banderas y millones de papelitos aparte de una ovación atronadora le dieron una bienvenida inédita. Y a cada momento surgía el ensordecedor “Vamos, vamos, Argentinaaaa, vamos, vamos, a ganaaaar…”. Pero a los holandeses no los disminuyó en absoluto. Lucharon como leones.

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Al minuto 38, Ardiles se internó entre tres rivales por el andarivel del 10, Luque dio un pase corto al medio para Kempes y el Matador, con la fuerza que le caracterizaba, tirándose al suelo anticipó el cruce y la salida de zaguero y arquero para abrir el marcador. El estadio Monumental de River pareció venirse debajo de la emoción. Los holandeses siguieron batallando. Tanto que, cuando llegó el entretiempo, Argentina respiró, Holanda lo estaba apretando al máximo. Como en Múnich cuatro años antes, Rep y Rensenbrink no desequilibraron; en cambio, descollaron ampliamente Arie Haan como mediocentro y Ruud Krol como líbero y encargado de la salida desde el fondo. Solo faltaban 9 minutos para el telón, Argentina tenía al fin el título a la mano, pero un centro desde la derecha y un espectacular cabezazo de Nanninga dieron el empate a Holanda: 1-1. La cancha de River quedó congelada. Y habría más… En el minuto 45 con 12 segundos, un larguísimo pelotazo sorprendió a Olguín, lateral derecho argentino, apareció Rensenbrink por detrás, metió su pie izquierdo y el remate dio en el palo. De haber entrado esa pelota, habría dos Maracanazos, el de 1950 y el de 1978. Una ola de pánico invadió a 30 millones de argentinos.

Fueron a tiempo extra y allí sí prevaleció Argentina. Cuando acababa el primer suplementario, en otra patriada tan típica de las suyas, Kempes contra toda la defensa de Holanda marcó el 2-1. Y Bertoni dio la estocada final: 3-1. Ahí el local generó varias acciones para aumentar. Holanda no bajó nunca los brazos, pero se había quedado sin batería.

Con relación a la final de 1970 entre Brasil e Italia, esto fue la antípoda. Resultó un choque de excepcional intensidad y emoción, jugado en velocidad, con mucha presión de marca en ambos lados y, sobre todo, se dejó la vida en cada pelota. Argentina ganó por deseo, por coraje, sin florituras. Siempre fueron once guerreros en el campo. En los partidos anteriores igual. Holanda perdió teniendo una camada que muy difícilmente se le repita y no pudo lograr el título más deseado sin haber sido inferior a quienes lograron la corona. Fue una final fantástica, que se ve medio siglo después y apasiona. (O)

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