Esa es la figura que proyecta a estas alturas del siglo XXI el fútbol porteño: la de esos aristócratas de la edad media que vestían lujosos trajes, pelucas empolvadas, diamantes refulgentes en las joyas del cuello y de sus dedos, carrozas elegantes con decorados en pan de oro. Un día vieron como se esfumaba su fortuna en malas inversiones, en costosas orgías, en despilfarros y saqueos de los recursos familiares, debiendo pasar de la opulencia a la pobreza, del castillo al modesto chalet. Ya nadie los miró con respeto, no eran invitados a las fiestas cortesanas y más bien los evitaban cuando se cruzaban con otros nobles.