Enojado, atónito, conmovido, abatido: así me siento desde que el martes se supo que Leo Messi nos va a dejar huérfanos de su fútbol. En más de una ocasión, cuando nos ofrecía una de esas exhibiciones de otro mundo, los entrenadores decían que se les terminaban los adjetivos para elogiarlo. Yo siempre sostuve lo contrario: Messi no agota los adjetivos, Messi crea lenguaje. Nos obliga a ser más listos, a abrir el diccionario para estar a su altura. También ahora, en el momento más triste, ocurre lo mismo: estoy aturdido, consternado, hundido. Pero también ofuscado, indignado, rabioso —adjetivos, estos últimos, que proyecto contra Josep M. Bartomeu y su junta directiva. Como continuador del legado rencoroso de Sandro Rosell, Bartomeu no ha parado hasta desmantelar todo aquello que hizo grande el Barça de Cruyff. Año tras año, su gestión lamentable y autodestructiva solo era superada por su torpeza, su estupidez. La frialdad del burofax de Messi, no tengo dudas, es una respuesta a esa torpeza de echar a Luis Suárez con una vulgar llamada de teléfono.