La implacable segadora llegó en puntillas. Nadie advirtió su presencia siempre puntual, velando invisible sobre aquel caballero que, en un sofá de su sala, miraba por TV un partido Universidad Católica-Barcelona, desde Quito (triunfo torero 2-1). La guadaña se movió silenciosa aquel mediodía de hace dos años, y la afilada hoja cortó los hilos que ataban a la vida al querido Fausto Montalván Triviño. Reclinó la cabeza sobre el mullido espaldar y empezó su viaje a la gloria. No digo a la leyenda porque ese tránsito ya lo había hecho en vida, desde que llegó en 1945 a militar en el modesto Barcelona Sporting Club de entonces, que empezaba a poner los primeros ladrillos de la idolatría. Cuando fueron a despertarlo, Fausto ya no era de este mundo.