Por primera vez en la historia de la Libertadores (59 ediciones), acaso por primera vez en la de cualquier torneo importante, una final debió suspenderse por incidentes; más bochornosos que luctuosos. El triste honor corresponde al fútbol argentino y a las fuerzas de seguridad de la ciudad de Buenos Aires. Falló el resorte más elemental desde que existe este juego: custodiar como se debe a la delegación visitante para que llegue sana y salva al estadio donde debe disputar el encuentro. Y en condiciones normales. Algún capitoste de la policía elaboró un plan tan estulto como demencial: que el bus de Boca atravesara calles con miles de hinchas de River rodeándolo. Como entrar con una antorcha en un polvorín. La barbarie generó la consecuencia esperable: inadaptados destrozaron con piedras varios vidrios del bus e impactaron a algunos jugadores. Boca se negó a jugar. Sin la mínima duda, no estaba emocionalmente apto para hacerlo y allí comenzó el bochorno. La final se pasó del sábado al domingo y del domingo a cuando Dios disponga, porque los hombres, difícil...