Fuegos artificiales que duran un buen rato, un gigantesco mosaico rojo con toques blancos, cincuenta mil gargantas que se expresan ensordecedoramente. Decenas de miles de camisetas rojas de distintos modelos, desde la retro de 1984 hasta la actual. Y la alegría, la excitación, la ansiedad por ver otra vez a su equipo en una copa internacional. Y en una final. Eso es Independiente en estado puro, un club que parece predestinado para estas batallas de exportación. Su gente flota de felicidad. Hay miles de padres que llevan a sus hijos para que vean cómo son estas noches mágicas del Rey de Copas y que comprueben la leyenda de los Diablos Rojos, su estilo distinto a todos: jugar el mejor fútbol posible y defender como leones. Es imperativo. No alcanza con dar espectáculo, además hay que ir al frente, poner pierna. Es el mandato que viene de la historia, la presión que metieron los anteriores: Independiente jugó 7 finales de Libertadores y ganó las 7, y nunca pasó una instancia por penales. No son las únicas. Hay Supercopas, Recopas, Interamericanas, Sudamericanas, Intercontinentales… De ahí el orgullo de su gente, que convierte cada noche de copa en una fiesta única.