Incluso bajo estándares de Brooklyn, fue un espectáculo curioso: había una docena de artefactos mecánicos sobre un mantel blanco, que producían ocasionales repiqueteos y tilines. Los compradores se asomaban al exhibidor, emocionados pero vacilantes, como si se hubiesen tropezado con un tesoro de inventos extraños de una fantasía de Julio Verne.