Una de las principales distorsiones de las sociedades carentes de cultura democrática, como la nuestra, es la de considerar que las minorías se integran con ciudadanos de segunda, fruto de haber perdido las elecciones, y que únicamente quienes las han ganado tienen derecho a opinar sobre temas políticos.

La concepción arcaica de democracia basada en la legitimación por el voto mayoritario, olvida un derecho fundamental de las personas: el derecho a la igualdad, cuya génesis deriva de considerar que todo ser humano goza, por el hecho de su existencia, del atributo de la dignidad. Es por eso que no existen, desde esta visión, ciudadanos ni de primera ni de segunda. Únicamente existen ciudadanos libres e iguales en dignidad y derechos.

La dignidad, como se sabe, es aquella cualidad o valor intrínseco de las personas que nos hace merecedores de algo proporcionado al mérito o condición que tenemos. Lo maravilloso de este atributo es que su adquisición no depende del dinero ni de la alcurnia ni de ninguna otra tontería. Depende del simple hecho de existir. De allí que, siendo un valor intrínseco, la dignidad no es negociable ni renunciable.

Esa dignidad, presente en todo ser humano, se materializa a través de un conjunto de derechos y facultades que pueden y deben ser regulados por los hombres. Sin embargo, lo que los hombres no pueden hacer, bajo ninguna circunstancia, es limitar ni condicionar el contenido esencial de los derechos fundamentales, precisamente por tener su origen en la dignidad de las personas. De allí que los derechos fundamentales no constituyen una dádiva de los sistemas políticos y menos una graciosa concesión del poder.

Pues bien, si la dignidad es intrínseca a los seres humanos y si los derechos fundamentales tienen en ella su fundamento, es evidente que el derecho fundamental a participar en la vida política de un país no puede estar supeditado a ganar elecciones. El derecho a opinar y a cuestionar el accionar de quienes ejercen el poder político no puede jamás estar condicionado o supeditado al voto popular. Condicionar por tanto el derecho a participar en la vida política, o considerar que el derecho a opinar está supeditado a ganar elecciones, constituye una de las concepciones más antidemocráticas que existen y es vaciar de contenido la cualidad intrínseca de la dignidad, fundamento mismo del sistema de libertades y garantías de las sociedades democráticas.

El reciente discurso de posesión presidencial, que deslegitimó el pluralismo político, así como la reinauguración del sistema de diputados de alquiler, con la clara intencionalidad de copar todos los espacios de poder y de inhabilitar a las minorías, constituye una evidente demostración de que el régimen político del Ecuador, es cualquier cosa menos una democracia.

Una auténtica democracia es mucho más que la simple representación teatral de actores políticos de una sola bancada. Es un sistema que permite que todos los sectores de la sociedad encuentren en ella bienestar y exterioricen precisamente, con libertad, su pensamiento político, con miras a construir consensos.

¿Por qué la dignidad de unos ha de ser privilegiada frente a la dignidad de otros? El hecho de ganar elecciones jamás puede constituir fundamento para privilegios de ningún tipo. Tampoco para desconocer la dignidad de otros.