10% de obras admitidas –19– habla bien del jurado. Luego de la necesarísima contextualización del evento, tuvieron clara la consigna de la nueva dirección: “lo que esperamos este año es un salón cuyos resultados puedan exponerse con dignidad en cualquier contexto del arte regional, es decir: un salón de calidad. No somos un salón paternalista…”.

Ovación a Pilar Estrada por enunciar enfáticamente algo que, aunque debería ser obvio, la experiencia demuestra que no lo es; ¡albricias!

Publicidad

Luego del atracón que nos provocó la edición del año pasado, comparativamente, este salón no indigesta. Sin embargo, el menú contiene algo de comida chatarra (propuestas malnutridas: ilustraciones evidentes y chatas del entorno) y otro tanto baja en calorías (light: experimentación banal y poco estimulante con métodos de representación “novedosos”).

Una buena museografía y un recorrido que no requiere Gastropax no implica, sin embargo, la ausencia del cáncer de la condescendencia; el jurado lo reconoce: 3, 12 y 12.

Publicidad

Ese es el número de obras que cada miembro del equipo, en su fuero interno, reconoce como realmente meritorias y dignas de exponerse en contextos internacionales. Concuerdo y agradezco esa transparencia en la entrevista que tuve con ellos… entre bomberos…

Si bien, nos libramos este año de lidiar con el usual póker de temas coyunturales (gripe porcina, libertad de expresión, etcétera) el evento vuelve a demostrar que en este país el arte que tiene sus raíces en las manifestaciones más evidentes de lo social pervivirá per secula seculorum. Esto responde tanto a una realidad configurada por un estado de crisis permanente como a la reiteración de argucias que los artistas intuyen calan hondo en la mirada extranjera, presta a convalidar opciones discursivas que agarren al contexto por los cuernos: en esta ocasión la trinidad más osificada de la posmodernidad: alteridad social (Mera, primer premio), puyas al poder (Gavilanes, segundo) y poéticas de género (Méndez, tercero).

No condeno a Mera al costal de la “pornomiseria”, es de los pocos que parecen tener salvoconducto para representar la marginalidad en esos términos sin que soplen vientos de oportunismo (aún). Su obra se percibe honesta, la candidez de sus declaraciones lo confirma, pero le sobra, eso sí, los elementos superficialmente “conceptuales” (las etiquetas de las latas, el título, y a estas alturas tal vez hasta la disposición del montaje); el carácter de las escenas que muestra –la atmósfera que logra en ellas– es suficiente para desarmar al más cínico (como yo).

Y bueno, conclusión a la vena: León para premio (única entre las cinco obras que contienen elementos de crítica institucional –Velarde, Soto, “Godoy” y Cabrera, los otros– que sobresale por su recatada sofisticación (sin grandilocuencias pontificantes ni comentarios trillados, y cuyas implicaciones son harto complejas para pensar los intríngulis de la institucionalización, legitimación y práctica misma del arte), Caguana para colección (el jurado extravía lecturas por falta de claves, ¿necesitamos textos en las paredes?), Arrobo para sentarnos a discutir y Noboa –el eterno incomprendido– para deleitar.