Ningún violinista o compositor en la historia ha dejado una impresión tan grande como lo hizo Niccoló Paganini (Génova 1782, Niza 1840), que provocó en el público que lo escuchó un entusiasmo que degeneró en histeria y embrujo. Llevó el violín hasta los límites de sus posibilidades, haciendo proezas técnicas deslumbrantes, lo que le mereció el apodo de Violinista del Diablo.