Ese año se firmó el Tratado de Río de Janeiro, que por su imprecisión en la demarcación de los límites, así como la negociación para el Ecuador de una salida soberana al río Amazonas, provocó nuevos conflictos. 

Tengan piel. Un país que no posee fronteras es lo mismo que un hombre sin piel. Ustedes necesitan paz antes que territorio. Es la madrugada del 29 de enero de 1942, y mientras tropas peruanas permanecían en El Oro (Ecuador), tras la invasión de julio de 1941, que dejó 119 muertos, en Río de Janeiro el canciller brasileño Oswaldo Aranha convence a su homólogo ecuatoriano, Julio Tobar, para que firme el Protocolo de Paz y Amistad con Perú.

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El acuerdo, lejos de lograr el fin de los conflictos entre ambos países –que venían enfrentándose  desde la época colonial–, se convirtió en la nueva razón de una guerra no declarada que en los 56 años siguientes dejó 48 ecuatorianos fallecidos en la frontera, problemas diplomáticos e inestabilidad económica.

El gobierno de ese entonces,  Carlos Alberto Arroyo del Río, fue culpado del “fracaso del Tratado”  por  los ecuatorianos, que en mayo de 1943 trataron de quitarle el poder en una revuelta armada. Entre 1948 y 1960, los  sucesores de Arroyo, Galo Plaza Lasso y Camilo Ponce, defendieron la inejecutabilidad del Protocolo, porque negaba al país una salida soberana al río Amazonas y por las imprecisiones en la demarcación de los límites.

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Fue el cinco veces presidente, José María Velasco Ibarra, quien radicalizó el reclamo y en agosto de 1960 declaró nulo el Protocolo de Río de Janeiro, porque fue firmado cuando los  peruanos  seguían en territorio ecuatoriano. “(Velasco) Ibarra revitalizó las Fuerzas Armadas, compró barcos y aviones que solo los británicos tenían”, dice el historiador y rector de la Universidad Andina de Quito, Enrique Ayala Mora.

En el periodo de la dictadura de Rodríguez Lara (1972-1976) y del Consejo Supremo de Gobierno  (1976-1979), el armamento fue potencializado tras el boom petrolero. “Se quería tener un Ejército fuerte y por ello se le dio parte de las regalías petroleras entre  1975 y 1995”, afirma Bertha García, catedrática de la Universidad Católica de Quito. Señala que en 1977 hubo una nueva inversión en armamento, la cual  fue el origen de la deuda externa que agravó la situación del país en 1981, dice.

En enero de ese año, militares peruanos atacaron  por cuatro días los destacamentos de Paquisha, Mayaycu y Machinaza, en  la cordillera de El Cóndor.  La crisis sobrevino por el retiro del 17% del dinero de los bancos. Para solventar el desbalance, el entonces presidente Jaime Roldós,  creó el impuesto para la matriculación vehicular, y el precio de la gasolina subió  en un 200%, y con ello el valor del transporte.

En medio de la tensión nacional, Roldós presentó el problema territorial ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Tras su muerte, el 24 de mayo de 1981, su cargo fue asumido por el vicepresidente Osvaldo Hurtado, quien propuso al Congreso Nacional conformar un consejo  que defina una política territorial.

Su intención fue calificada como una traición por  políticos como el entonces diputado León Febres-Cordero, quien mantuvo la tesis de la herida abierta, es decir, que el Protocolo de Río de Janeiro es nulo. No obstante, en su gobierno  (1984-1988)  nunca mencionó el problema territorial.

Tras un nuevo ataque, Rodrigo Borja (1988-1992) retomó la controversia y en septiembre de 1991 propuso ante la ONU el arbitraje del papa Juan Pablo II.  Su homólogo, Alberto Fujimori –quien hizo la primera visita de un presidente peruano al país–, rechazó la propuesta. 
La guerra no declarada del Alto Cenepa, en enero de 1995, puso en jaque al gobierno de Sixto Durán-Ballén (1992-1996). El conflicto costó cerca de $ 300 millones, según el general José Gallardo, quien en esa época fue ministro de Defensa.

Al igual que en 1981, se registró un retiro masivo de los depósitos que  amenazaba con desmantelar el sistema bancario. Para evitarlo se incrementaron las tasas de interés, se creó el impuesto especial a los vehículos, se destinó el 30% de las regalías petroleras a la Junta de Defensa Nacional y  se impuso un tributo equivalente a dos días de remuneraciones de los trabajadores. “Estas cosas se hicieron como una medida de prevención, porque no se sabía cuánto iba a durar la guerra”, dice Gallardo.

El conflicto terminó en marzo de ese mismo año, con 35 muertos en  Tiwintza, pero las tropas ecuatorianas no se replegaron, como Perú exigía y mas bien  se vieron fortalecidas tras el derribo de dos aviones peruanos por aeronaves de la Fuerza Aérea Ecuatoriana. “Ni un paso atrás”, decía Sixto Durán-Ballén, inflamando el sentimiento patriótico de miles de ecuatorianos.

La posición del Presidente,  pacífica pero firme, permitió que observadores de los países garantes del Protocolo de Río de Janeiro (EE.UU., Brasil, Chile y Argentina) se desplazaran hasta la zona de conflicto, y así se abriera una nueva ronda de negociaciones. Estas fueron mantenidas por los presidentes Abdalá Bucaram (1996-1997), Fabián Alarcón (1997-1998) y Jamil Mahuad (1998-2000).

Fue este último quien en Brasilia, el 26 de octubre de 1998, firmó el Tratado de Paz con Perú. En este se aplicó el Protocolo de Río de Janeiro, con la demarcación de la cordillera de El Cóndor como límite, la concesión de la libre navegación por los afluentes del río Amazonas a Ecuador, que se quedó con el destacamento de Tiwintza de un kilómetro cuadrado en medio de territorio peruano, pero sin soberanía.

Testimonio
EN LA TRINCHERA

Coronel Fernando Proaño

CARGO ACTUAL Jefe de Estado Mayor de la Brigada de Fuerzas Especiales (Latacunga). 

RECONOCIMIENTO Cruz al Mérito por el conflicto del Cenepa, en 1995. 

Héroe del Cenepa
“Fui comandante de Tiwintza, estuve al frente de la línea de combate en Patuca, entre el 29 de enero y el 26 de abril de 1995, al mando de 108 hombres de la Escuela de Selva de la Fuerza Terrestre.

El primer día que entramos fue uno de diez días con cuatro bombardeos diarios por parte de los peruanos, solo decía: ¡Ojalá, Dios mío, ese bombardeo no caiga aquí!,  y me refugiaba en mi trinchera.

Un día, al que llamaron ‘el  miércoles negro’ (cuando las fuerzas peruanas intentaron tomarse ese destacamento y hubo enfrentamientos por  ocho horas), una granada cayó entre el teniente Geovanni Calle y yo, cada uno corrió a ocultarse... Durante el resto de ese día no lo vi. A la mañana siguiente me levanté a las 05:30, salí a buscarlo y hallé su cuerpo con un disparo mortal...

Además de Calle, hubo otros 34 muertos más y 120 heridos.  Yo no fui herido físicamente, pero sí psicológicamente. Hoy estoy sano... Lo que quería sacar de mi cabeza eran imágenes de compañeros muertos y mutilados.

Lo que logramos fue orgullo y dignidad, pero en el fondo todo lo que hicimos en la guerra no sirvió para nada en la realidad... creo que los anhelos de los ecuatorianos y soldados que estuvimos en la línea de batalla siempre serán solamente aspiraciones no concretadas.