El español Antonio Gamoneda obtuvo el Premio Cervantes 2006 y este año la poesía ecuatoriana ha tomado un nuevo rumbo con jóvenes autores.
Que Antonio Gamoneda sea un motivo para hablar de poesía. Y es un motivo, por haber reunido este año dos premios fundamentales: el Reina Sofía de Poesía y el Premio Cervantes. Aunque a su nombre hablemos en esta ocasión no de la poesía española contemporánea que no escuchó su verso sino hasta bien tarde, sino de poesía ecuatoriana.
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Gamoneda es un caso particular en el que confluyen dos elementos: el hecho de que la crítica y los cenáculos no quisieron reconocer sino hasta entrados los años ochenta a uno de los poetas más sensibles y contemporáneos de España; y el hecho de que su poesía es casi un relato cifrado de las desventuras del pueblo español bajo el franquismo.
Nacido en 1931, vivió “un tiempo equivocado de pájaros”, donde el silencio, el olvido, el dolor, las delaciones y venganzas en “aquella tierra sin descanso / de aquel olvido lleno de sangre”, oscurecían los días hasta convertirlos en noches, en los pueblos y las barriadas proletarias en las que vivió el poeta.
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Ahora todos los críticos hablan y premian a Gamoneda. En fin. Allí está el volumen de su poesía reunida, Esta luz (1947-2004), que tal vez llegue a nuestras librerías a propósito del Premio Cervantes.
Mientras, entre nosotros...
Dos libros marcaron, junto a un tercero, de Luis Carlos Mussó (que se nos queda en el candelero), el rumbo de la nueva poesía ecuatoriana en este 2006: Los rastros, de Juan José Rodríguez, y Revés de luz, de César Eduardo Carrión. Los dos poetas bordean la edad de treinta años.
Un punto de partida: Rodríguez y Carrión parten, en la poesía, con un enorme rigor. Sus imágenes son breves, pero precisas, cinceladas con cuidado, sin permitir que la palabra escape de sus manos, para finalmente dejarse ir en la palabra. Un juego de ida y vuelta, seleccionando el fruto de sus cosechas con intenso amor.
Juan José Rodríguez ha recogido en Los rastros los motivos con los que quiere fundar su poética: el poeta se recluye en el centro de un acontecer que le rodea, para que los sonidos, las imágenes de la naturaleza, el silencio, la noche, las sombras vayan constituyendo su ser, su condición de relator de un universo que ocurre afuera, un lenguaje que es “esperanto de mudo mineral”; pero ese “afuera” le va poblando de silencios, de fugas hacia su interior, aun a costa de sí mismo; porque “si de mí dependiera / yo rompería este círculo de silencio: / cenizas en la tierra. / Si no fuera yo el silencio”.
El ser del poeta se convierte en la materia de la poesía:
“Mi cuerpo diluido en la brisa que corre,
atraviesa el cristal, los glaciares,
al sueño.”
“Mientras cae la nieve, tomo un fruto de almendro:
huele a metales que tocaba de niño.
El sabor que abandona en mi lengua sangrante es la huella de los derrumbamientos
Caen sus hojas de hierro lentamente
sobre el tramado de los bosques llovidos.
Partido por la sombra un árbol me contempla:
almendro que contiene la savia de la muerte.
Su sangre se avecina como un hilo delgado.
A mi lado ya veo lo que me pertenece”.
Entre tanto, César Carrión irrumpe desde su propio ser y desde su cuerpo invade el lugar de las imágenes, para fundirse con las escenas que contempla y que le contemplan hasta corroer su arcilla:
“Llego al desierto preciso de aquel mediodía,
donde hervía mi sombra.
Multitudes de arena defienden la piedra desnuda.
Las huellas engendran mi polvo.
Cierro la boca, me muerdo la lengua
y sangra. Esta piedra
se disuelve entre los labios, no me deja recordar
el aroma que exhalaba. ¿Era saliva, era la sangre, era sudor?
Espero la canícula
sentado en otra piedra
como el que aguarda la llegada del silencio”.
Revés de luz es el primer poemario de Carrión, un agudo crítico de la poesía que milita en Orogenia y en la revista País secreto.
A diferencia de Rodríguez, su poesía no se detiene en las incertidumbres. En Rodríguez, las “manos mutiladas” buscan “la puerta a la luz”. Carrión afirma, reconoce el mundo, traza sus perfiles, a momentos con violencia: “Hordas de sangre / tras las pestañas, / tropeles cautivos / después del rumor, / relámpagos/ y féretros, / trasluz”.
Sin embargo de ese deseo de afirmación, el poeta habla también desde el umbral de lo incierto, de una realidad sombría, dolorosa: “Esta noche me regala las penurias de la imagen. / La certeza de la sal y el escozor sobre los labios, / cuando beso…”. “Hacia el fondo abismal de tu rostro / cae mi voz, / presa del águila. / Repentina columna de alas, / trama fuego / con restos del agua”.
Hay un vértigo constante en el modo como las imágenes se establecen en la página en blanco, cortadas de un tajo preciso:
“Salto en la luz,
malabar en el borde.
Vértigo
y respiro.
De la cuerda que cruzo despegan
la memoria,
el olvido”.
Lascivo esplendor
En este mismo año, Juan Andrade Heymann (1945) ha recogido una selección de su poesía que va desde aquel memorable Coros (1964) hasta su producción de comienzos de los años noventa.
Son cerca de tres décadas de una poesía signada por la reflexión, por la sentencia a boca de jarro, directa. Allí las imágenes son implacables.
Son pasión “de quien quiere restallar / la misma palabra, dulce o amarga, / que se le quedó escondida / o le fue raptada, / y que reclama, se encabrita, / y muchas veces se dispara, / incontrolable...”.
Los versos fluyen como piezas de un combate contra todas las formas públicas y secretas de la injusticia. No dejan intersticios ni admiten dobleces, con un conocimiento profundo de la poesía, de sus ritmos:
“Todavía hay algo
y no algo, sino mucho que decir
y que hacer para atenazar el látigo
entrelazado en briznas de sangre
que aletea, salvaje, abrasador,
sobre eso que parece encallecido
pero que en verdad siente
y está vivo, indómito,
y solo doblegado,
que es esencia, calor,
ímpetu, chisporroteo, reverberación,
mucho más grande y animoso,
mucho más fuerte, duro, tempestuoso,
indeclinable,
que todo lo soñado”.