Junto a Nelson Estupiñán Bass cerró el círculo de la novela social y de la literatura ecuatoriana surgida en los años treinta.  El escritor representante de la negritud local escribió poco, pero durante toda su vida  estuvo ligado a la literatura.  Este año se cumplen, según algunos biógrafos, 90 años de su nacimiento.

Adalberto Ortiz siempre evadió el bulto. Quiso mantenerse al margen del mentidero intelectual y de los círculos de escritores. Caminaba por el país y fuera del país, con el afán de ser anónimo. Y aquel evadir el bulto, toca hasta el año de su nacimiento. ¿Fue 1914 o 1915?

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Según la antología de poetas vivos de Jorge Enrique Adoum o de la edición que hiciera Seix Barral de su obra mayor, Juyungo, la fecha es febrero de 1914. La antología de Hernán Rodríguez Castelo ubica su nacimiento en febrero de 1915.

Cualquiera sea la fecha, es un buen motivo para recordar a quien fuera, junto a Nelson Estupiñán Bass los que acabarían cerrando el círculo de la novela social y de la literatura surgida en los años treinta, con sus aportes desde la negritud.

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A propósito, el crítico Antonio Sacoto sostiene que Ortiz “sigue muchas de las técnicas narrativas de la generación del 30, con exuberantes, plásticas y hermosas descripciones de la selva, los niveles narrativos generalmente en tercera persona y, a veces, desde el nivel del testigo, en primera persona”.

Ortiz se inicia por igual en la novela y en la poesía, en la década del cuarenta. Y en las dos comienza por incorporar, siguiendo la propuesta inaugurada por los escritores guayaquileños de Los que se van, el lenguaje coloquial. Pero no solo aquel lenguaje, sino también las palabras con las que el habitante esmeraldeño ha nombrado a cuanto le rodea. Poesía coloquial. Novela coloquial. Poesía y novela contagiadas de mito y ritmo.

Casi se podría decir que Ortiz es autor de una novela: Juyungo (1942). Aunque su bibliografía incluya  tres volúmenes de poesía finalmente reunidos en 1959 en dos antologías El animal herido (1959) y La niebla encendida (1988); dos novelas que llegaron más de veinte años después de Juyungo: El espejo y la ventana (1967) y La envoltura del sueño (1982); y un libro de cuentos particularmente destacado, La entundada (1971).

Adalberto Ortiz hizo de la literatura su oficio, pero no de la escritura; lo que no favorecería un desarrollo del escritor desde Juyungo hasta La envoltura del sueño, ocurriendo, en cierta forma, un salto al vacío en sus dos segundas novelas.

Escribió, en verdad, poco, pero pasó su vida confundido con la literatura, reconocido en los círculos de estudios de la literatura latinoamericana, particularmente en los Estados Unidos. Dedicó también varios años de su vida a la pintura.

Asumió la negritud sobre todo como una forma de rebeldía contra la dominación blanca. Un constante girar en torno a la confrontación que, más allá del color de la piel, se resuelve en conflictos de poder: social, político, sexual. Algo que recuerda la reivindicación de los pensadores revolucionarios negros que articulaban el pensamiento político con el mítico, el cultural, el geográfico. Por ejemplo, Franz Fanon. Respuesta humana que en Ortiz se resuelve en el terreno del erotismo y la violencia:

“Él también montó sobre yegua blanca, con un deseo de negro por mujer blanca; con un odio de negro por la piel blanca, con un silencio de negro por la voz blanca, con un contraste de negro con la ropa blanca, alma de negro para el alma blanca”.

Ortiz ubica al mito en la historia del país. El personaje mítico, legendario: Juyungo, nace a imagen y semejanza de su tío: un combatiente de las guerras liberales de Concha en Esmeraldas, y muere en la guerra con el Perú en la década del cuarenta. Por tanto, hay  un periodo de casi medio siglo de historia real que constituye el escenario de la ficción.

Cada capítulo de Juyungo se abre con una alegoría, casi una adivinanza, un poema en prosa, en el que el autor canta la selva y la cultura originaria de África. A momentos, resulta difícil establecer el límite entre el drama social y la exposición de una cultura original y colorida. Mágica, supersticiosa, musical.

El autor de Juyungo intenta introducirnos en un universo fascinante, pero en el que la violencia salva a la novela de las tentaciones del folklore.

“El dolor del negro en la novela de Adalberto Ortiz, es el dolor del hombre negro”, afirmaba Benjamín Carrión para reconocer una dimensión en Juyungo “denuncia de injusticia explotadora, de discrimen fatal, de horror y maldición”. La propia forma en que está estructurada la novela, responde a ese deseo del autor. El personaje va madurando en función de episodios de violencia, desde el primero en el que un cura católico expulsa de su capilla al joven Ascensión acusándolo de ser el diablo en persona.

En El espejo y la ventana o en La envoltura del sueño, el autor se vuelve más ambiguo, ya no es esa aleación de sensualidad de selva y grosera realidad social de Juyungo. Son libros en que se busca un nuevo modo de novelar que no alcanza las dimensiones de Juyungo, en el primer caso; o se concede demasiado frente a lo lúdico y mágico, con el peligro de quedarse en la epidermis de una cultura.

En su poesía ocurrió otro tanto. Rodríguez Castelo lo subraya, al afirmar que “el poeta negro de los rítmicos y musicales, de los sensuales y vitales cantares negros y mulatos de Tierra, son y tambor (1945) terminó en la ironía acre de la poesía sardónica de El vigilante insepulto (1954)”.