Una protesta que derivó en una masacre de obreros, causó conmoción en el Guayaquil de 1922. Los cadáveres de muchos huelguistas fueron lanzados al río Guayas. La señal de los cristianos sobre las aguas se convirtió en un tributo a los caídos.
La noche del 13 de noviembre encontró a Guayaquil a oscuras. El único alumbrado era el de los reflectores de varios buques en el río Guayas. Había paro en la Planta Eléctrica y en la de Gas. La Asamblea General de Trabajadores de Guayaquil, que incluía a tipógrafos y voceadores, había decidido que los periódicos salgan por última vez el amanecer siguiente.
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Tampoco trabajaron los conductores de carros urbanos, los del ferrocarril, las fábricas, piladoras, la cervecería, la jabonería y los aserríos del sur de esta ciudad que, en ese año (1922), tenía un aroma a agua dulce. Todos plegaron en paro, entusiasmados por la victoria conseguida por la protesta de los obreros ferroviarios, en el mes anterior.
“Maldita sea la huelga, diríamos, si no nos constara que hay mucha justicia en los reclamos que la han motivado” fue parte del editorial de EL UNIVERSO del 14 de noviembre, la víspera de la protesta que terminó con más de un centenar de obreros muertos, según registros de la prensa local (un grupo de historiadores habla de entre 300 y 500 víctimas), y que inspiró la obra de Joaquín Gallegos Lara, Las cruces sobre el agua.
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Al escenario histórico de aquel convulsionado momento social concurrían varios elementos económicos y políticos: el precio del cacao, principal producto de exportación, cayó de 26 a 9 centavos en dos años. Además, los trabajadores ecuatorianos alcanzaron protagonismo tras el establecimiento de ciertas empresas, y el pensamiento socialista influyó en Latinoamérica tras la Revolución Rusa de 1917.
Guillermo Arosemena, subdirector del Archivo Histórico de Guayaquil, sostiene que el origen de la protesta fue una grave crisis económica. “Todo comenzó por el alza de los precios y las importaciones, a la que se sumó un pesado componente político. Algunos opositores utilizaron el caos que se vivía como plataforma política, caldeando los ánimos”, dijo.
La huelga no era obligatoria, pero el reclamo tenía acogida multitudinaria. “Los trabajadores pedían mejores condiciones de vida para todos”, recuerda Jorge Luis Ponguillo. Su memoria de hombre de 96 años guarda estas y otras luchas laborales. Aunque para esa época él tenía un poco más de 13 años, la impresión de aquel momento fue partitura para sus pedidos como miembro de la Confederación Ecuatoriana de Organizaciones Sindicales Libres (Ceols), y de la Asociación de Jubilados de Guayaquil. “Todos aprendieron la lección después de esa carnicería”, reflexiona.
A las dos de la tarde del martes 14 de noviembre de 1922, más de treinta mil obreros huelguistas desfilaron hacia la Gobernación, y le entregaron a Jorge Pareja, el gobernador, un manifiesto con sus peticiones. Determinaron un plazo de 24 horas para la respuesta del presidente José Luis Tamayo, afirma el ibarrense Elías Muñoz Vicuña en su obra 15 de noviembre de 1922 y su proyección histórica.
“La gente estaba inquieta esa tarde. Llegó el coronel Pedro Concha, cuñado del presidente José Luis Tamayo, trayendo consignas para el general Enrique Barriga, jefe de Zona de Guayaquil”, recuerda Jorge.
Alejo Capelo, en su libro 15 de noviembre de 1922, una jornada sangrienta muestra un telegrama que el presidente José Luis Tamayo le dirigió al general Barriga: “Espero que mañana a las seis de la tarde me informará que ha vuelto la tranquilidad a Guayaquil, cueste lo que cueste, para lo cual queda usted autorizado”.
Al amanecer del 15, una marcha compuesta por cerca de treinta mil personas acudió a la Gobernación. Se vencía el plazo y el presidente Tamayo, mediante decreto, dictó medidas económicas pero nada dijo sobre la situación de los obreros. Aun así, los dirigentes del paro concedieron 24 horas más.
Las masas habían fijado su objetivo en mejorar el trato que recibían en sus trabajos. Avanzaron hasta la clínica Guayaquil, ubicada entonces en Pedro Carbo y Clemente Ballén, en busca de Pareja.
Los diarios El Telégrafo y EL UNIVERSO del 17 de noviembre reseñan que José Vicente Trujillo y Carlos Puig Vilazar, quienes estaban del lado de los obreros, instaron a la muchedumbre a una conducta mesurada.
Trujillo anunció que había conseguido obtener del Gobernador de la Provincia la liberación de algunos huelguistas aprehendidos el día anterior.
“La gente avanzó hasta la Policía –relata Jorge Ponguillo– para sacar a esos compañeros, pero los milicos que habían llegado desde antes empezaron con el fuego, porque se asustaron al observar tanta gente a su alrededor”. En esta parte de la historia, la mirada de Jorge parece la de un observador distante. Calla y dice: “¡Cómo en pocos minutos las cosas se pusieron tan mal!”.
Aproximadamente a las dos de la tarde, los miembros de la Policía, apostados en la avenida Olmedo –desde Eloy Alfaro hasta Chimborazo– empezaron a disparar a la turba. El batallón Vencedores se colocó en guerrillas desde su cuartel situado en Pedro Moncayo y 9 de Octubre, hasta Chanduy (hoy García Avilés). Los soldados, desde el edificio de la Zona Militar y tras los puntales de las casas, buscaban a los de la revuelta. En Nueve de Octubre entre Chimborazo y Chanduy enfrentaban a los civiles.
El batallón Marañón se encontraba entre los manifestantes en Pedro Carbo y Clemente Ballén. Avanzaba hasta la avenida Olmedo, junto a los obreros. Cada soldado estaba rodeado por 20 o 30 personas. La situación se les iba de las manos. Dispararon.
Las primeras víctimas fueron los huelguistas que se distinguían por su ropa de trabajo, las obreras con banderas rojas del comité femenino Rosa Luxemburgo. Cientos de personas corrieron a la calle Pichincha para saquear almacenes de armas.
“Un grupo de 25 hombres entró al almacén Casinelli Hermanos, pero un destacamento del Cazadores de los Ríos, los cercó y los fusiló. 51 disparos, 25 asesinados. Esos cadáveres fueron lanzados al agua de la ría Guayas por el muro del Malecón y Mejía”, describe Alejo Capelo en su obra.
El fuego apagó la rebelión popular. Por Guayaquil corría sangre de panaderos, empleadas, vagoneros, cocineras, lavanderas, carpinteros, estibadores y vaporinos. También murieron ancianos y niños. La prensa registró los nombres de 80 hombres y 14 mujeres asesinados. Se sumaron a ellos los de los almacenes y los recogidos en la calle sin identificar, que fueron lanzados a la ría o al zanjón del cementerio general. Hubo casi 200 heridos. Los disparos que acabaron con la manifestación llenaron el centro de la ciudad por más de una hora.
En días posteriores, la censura popular fue reseñada en notas como ésta, del periódico El guante : “Esther Blavina Rivera fue sacada de los brazos de la Cruz Roja, cuando la llevaban a la morgue. Varias personas que la conocían introdujeron su cuerpo en una covacha de Córdova 410, donde habitaba, para velarla. El día siguiente, una procesión fúnebre llevó el cadáver al cementerio y, al pasar por la Jefatura de Zona, se detuvo para lanzar frases injuriosas”. Era cocinera. Cayó herida en la cabeza y en el corazón en Nueve de Octubre y Boyacá. Tenía 21 años y llevaba el tricolor en la manifestación.
Tras el caos, el general Enrique Barriga, jefe de Zona, reconoció públicamente: “Soy yo el responsable de estos terribles sucesos”, según el libro de Alejo Capelo.
Esta situación se pudo evitar, a criterio del historiador Efrén Avilés Pino, si el gobierno hubiera atendido prontamente los reclamos de los trabajadores y “si no hubieran aparecido los dizque heroicos y sacrificados dirigentes politiqueros”. El 15 de noviembre de 1922 tuvo incidencia fundamental, tres años más tarde, en la revolución juliana, afirma Avilés.
Tiempo después, sobre el río Guayas flotaban cruces. Nadie sabe quién puso esas primeras “cruces altas, de palo pintado de alquitrán, ceñidas por esas moradas flores del cerro”, como las describió Gallegos Lara en su obra. Para él, quienes no pudieron homenajear a los caídos en la revuelta de 1922 en una tumba, lo hicieron sobre el río Guayas, de esa manera.
El próximo 20 de noviembre, el colectivo juvenil Ruptura de los 25 volverá a poner cruces sobre el agua, en una ceremonia a la que se prevé asistan 3.000 personas. Alexandra Benalcázar, vocera del grupo, dice que tratan de conseguir una “necesaria reflexión”. Y añade: “Ningún ecuatoriano debe olvidar lo que sucedió ese 15 de noviembre”.