Trasladémonos ahora a la década de 1940. Impera en el arte ecuatoriano la jorga de Oswaldo Guayasamín, Diógenes Paredes y Eduardo Kingman, en lo que se ha llamado el realismo social, influenciado por el muralismo mexicano.
Es entonces cuando de la mano de tres extranjeros llega la corriente del expresionismo alemán. “La llegada de Hans Michaelsen, Lloyd Wulf y Jan Schreuder al Ecuador, en muchos sentidos desencadenó el movimiento de liberación e introdujo la modernidad, remozó las técnicas de trabajo y abrió para el aprendizaje una opción distinta a la de las academias y escuelas de arte”, dice el escritor y crítico guatemalteco Mario Monteforte, en su obra Los signos del hombre.

Hans Michaelson llegó a Guayaquil a mediados de la década de 1940, huyendo de la persecución nazi y ya de unos 60 años. Inmediatamente se vinculó a la Escuela de Bellas Artes donde fue profesor de Aracely Gilbert, Enrique Tábara, Estuardo Maldonado y Luis Miranda, entre otros.

El maestro Tábara cuenta que lo conoció cuando tenía 16 años de edad y sus lecciones fueron decisivas: “Yo tenía unos dibujos de escenas rurales que creía que eran buenos, de esos que hacían decir a la abuelita y a la tía ¡Qué lindo que pinta! Cuando se los mostré, me dijo: ‘destrúyalo todo, vamos a aprender a pintar’ y me puso unas cajitas de papeles de colores y unas botellas como modelos... Su mayor enseñanza fue que la pintura no era dibujar sino colorear, poner colores. Que no tenías que esclavizar la pintura al dibujo sino que el dibujo debía nacer de la expresión del color. Otra de sus lecciones fue la de componer a partir de formas y colores, hacer una literatura en torno a un cuadro”.
En Ecuador la obra de Michaelson, se ilumina. Pinta los puertos, el mar y “unos pueblitos de la Sierra con unas coloraciones muy hermosas”, a decir de Tábara. Le da pues un giro anímico al expresionismo alemán tan cargado de acento trágico con el que llega de Europa. “No le interesaban los detalles, era muy plástico; siempre usaba pegotes de materia, gruesos empastes de color, su obra podía tocarse. En 1955, cuando llegué a España, me di cuenta de su influencia en mi trabajo. En ese entonces estaba en todo su furor la corriente del Informalismo que técnicamente trabajaba la pintura con mucho relieve, poniéndole arena, cal; y gustó mi trabajo”, recuerda Tábara.

Publicidad

Vivía modestamente en el piso 4 de un edificio que sigue en pie en la calle Boyacá y Aguirre, en Guayaquil, junto a su esposa Else quien también daba clases de pintura y cuya contextura menuda contrastaba con la fortaleza y grosor de su esposo.

El paso de Michaelson por Ecuador también fue corto. En 1956, según los recuerdos de Tábara, le envió una carta a España en la que le contaba con gran contrariedad que había sido retirado de la Escuela de Bellas Artes en Guayaquil. Y no se supo más.

Poco antes del arribo de Michaelson, había llegado Lloyd Wulf, esta vez a Quito. “Su influencia en la pintura quiteña de los años 1940 es determinante. Él es el que introduce la vanguardia artística en el país. Sulfatar es el único de los artistas que trae de primera mano lo que está sucediendo en la metrópoli y llega con toda la carga de la contemporaneidad en ese momento”, afirma el crítico de arte Iván Cruz.

Publicidad

Cuando el estadounidense, de Nebraska, llega en 1941 tenía 27 años. Ya se había formado en las escuelas de artes de su país y trabajaba en un museo en San Francisco (EE.UU.) donde gana un premio y consigue una beca para pasar un año aquí. Finalmente se queda como 20, hasta que decide volver a Estados Unidos con su esposa, Helen, una funcionaria de la Embajada estadounidense. Después de pasar unos años en EE.UU. con su familia, muere solo en 1963 en Cuernavaca (México).

Oswaldo Viteri, su gran discípulo y amigo, lo recuerda como un hombre “fundamental” en su manera de entender el arte y de entender la vida. Su casa-taller estaba ubicada en el centro de Quito, cerca a La Alameda. Fueron alumnos suyos Oswaldo Viteri, Adela Egas y Cristina de Willis. “Recuerdo que una vez estábamos en su clase y yo estaba dibujando a la modelo –su nombre era Lolita y era la misma que trabajaba en el taller de Schreuder. Cada que pasaba a mi lado Lloyd me desaprobaba con la cabeza lo cual me tenía un poco contrariado porque sentía que lo estaba haciendo bien y de pronto, me dice, ‘Llévale a Lolita al baño y dile que se duche. Cuando se esté duchando la dibujas’, esto le dio a mi trabajo una línea cargada de vida”, cuenta Viteri que pasó muchas horas en su casa ya fuera iniciándose en el budismo Zen, bebiendo pisco, o escuchando la poesía de Lloyd o todo a la vez. “Decía que solo se le quitaban los dolores que sentía en los brazos escribiendo poesía, entonces íbamos en las noches a su taller: Jaime Andrade, Jorge Enrique Adoum y yo a escuchar su poesía”.

Publicidad

Dos temas obsesionaban a este hombre de andar ensimismado y mirada penetrante: la majestuosidad de los danzantes de Cotopaxi y el bosque que para él tenía un sentido mágico. En 1951, Wulf expone en el Museo de Arte Moderno de Quito un conjunto de cuadros que causaron sensación. Y en 1956 gana el primer premio del salón Mariano Aguilera.

El caso de Jan Schreuder es muy distinto. Holandés de origen (1904), estudió en la Escuela de Bellas Artes de La Haya, pero luego durante muchos años trabajó como dibujante técnico para la Shell, primero en Venezuela, después en Trinidad y en Guatemala, donde cogió un gran aprecio por lo indígena.

Cuando llega al Ecuador, a comienzos de la década de 1940, se hace construir por el arquitecto Otto Glass un inmenso taller y mansión cerca a la Plaza Artigas de Quito, que se convierte en una especie de casa de las artes, donde de día funciona un taller al que asisten algunas señoras adineradas y en las noches una especie de Open House permanente a los que van diplomáticos, artistas, intelectuales y poetas de la época. Entre sus alumnos figuran Irene Cárdenas, Adela Eastman, Lourdes Álvarez, María Zaldumbide de Denis, Cristina de Willis, Rubén del Hierro, Javier Quevedo y Viteri, quien más tarde se integra al taller de Wulf.

Luego, con patrocinio internacional, crea un taller de textiles en la Casa de la Cultura Ecuatoriana para rescatar los diseños del arte precolombino. Para ello contrata a indios salasacas y otavaleños. El resultado fue una muestra en Nueva York y Ginebra.

Publicidad

El aporte de Schreuder, como relata Viteri, fue un gran aprecio por todo lo ecuatoriano, que sin duda aportó un amor propio que han rescatado los pintores más que ningún otro gremio en el país. Además, Schreuder como los demás pintores extranjeros que llegaron al país en el siglo pasado, empujó un paso adelante al arte ecuatoriano con su inclinación por el geometrismo, el informalismo y luego el abstraccionismo.