La experiencia de ver el último documental de Michael Moore deja una gama de sensaciones que tienen que ver más con lo político que con la estética cinematográfica.

¿Estás lista para sacar a Bush de la Casa Blanca? Dos chicas de no más de 25 años paradas afuera del complejo de cines de Shirlington (a 10 minutos de Washington DC), hacían la pregunta a quienes se disponían a comprar las entradas para ver Fahrenheit 9/11, mientras recaudaban donaciones para la campaña de John Kerry, candidato demócrata para las próximas elecciones norteamericanas.

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Cuando llegué a la ventanilla del cine, los boletos estaban agotados, tal vez por la polémica alrededor del documental, pero también porque no todos los cines de Estados Unidos se atrevieron a exhibir la cinta. Las salas de proyección de Fair City Mall en Virginia aún tenían entradas disponibles, pero la fila para ingresar era inmensa.

Un hombre que se identifica como el dueño de este cine independiente, otra vez trae el momento político a nuestra mente. ¿Cuántos de ustedes han decidido por quién votar en las próximas elecciones? La multitud responde con las manos en alto, y una voz que sobresale dice: “¡Definitivamente no por Bush! Algunas risas se dejan oír, y en segundos empieza el documental.

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De principio a fin, Moore coloca las imágenes donde George W. Bush se revela como un incapaz. Lo interesante de Fahrenheit 9/11 no es este hecho difundido por algunos críticos del gobierno norteamericano actual, sino cómo Moore ha logrado conseguir todas estas imágenes extraídas de contextos distintos que gracias a su guión resultan en una sinfonía perfectamente imbricada, solo con la intervención ocasional de una voz de fondo, que ya sabemos es la suya, haciendo más cuestionamientos sobre la política exterior e interior del presidente de EE.UU.

El efecto humorístico que consigue el documentalista cuando evidencia los errores de Bush, que van desde sus problemas de dicción, vaguedad en la elaboración de respuestas durante las ruedas de prensa –sobre todo cuando los periodistas le preguntan por qué ha tomado vacaciones más de 42 veces desde que llegó al poder–, se transforma paulatinamente en una amarga sensación provocada por el telón de fondo de la guerra.

Cuerpos desmembrados, rabia e incertidumbre de los protagonistas de esta historia; iraquíes y soldados norteamericanos vistos por este lente con un sesgo diferente en el que no existe ni la bondad ni la maldad, donde no hay ganadores, solo perdedores.

Pero todo eso es lo que ocurre allá en Bagdad, y Moore se encarga también de recordar lo que sucede del otro lado de la página. Gracias al efecto que produce la cámara en el hombro podemos recorrer junto a él, su pueblito natal. Se trata de Flint en Michigan, donde la pobreza ha crecido tanto que se ha vuelto visible. Y no solo eso, también el miedo ha crecido aunque muchos ya no puedan recordar cuál es la raíz y el principio de este mal.

Un anciano que acude al gimnasio hace comentarios sobre Al Qaeda, y horas más tarde tiene al FBI dentro de su casa haciéndole las preguntas necesarias. Es el Acta Patriota, la famosa ley aprobada tras los ataques del 11 de septiembre, que faculta al Gobierno para investigar a cualquier individuo en su domicilio, escuchar sus conversaciones telefónicas y verificar los libros que alquila en una biblioteca pública entre otras cosas.

Y ahí lo vemos a Moore, sencillo, simpático, siempre con una gorra, alquilando un carro repartidor de helados, dando vueltas cerca del Capitolio en Washington para ejercer el derecho de la libre información. Fahrenheit 9/11 es esto y mucho más. Como cualquier obra que toca profundamente una realidad polémica, en este caso la guerra en Iraq y la ambigua lucha contra el terrorismo, es muy difícil apreciar la estética y los elementos que Moore incorpora en su cine, por el poder del mensaje que se quiere transmitir. Desde esta óptica el documental bordea hábilmente el peligroso límite entre un panfleto y el arte puro. Una innovación más con la óptica de Moore.