Sembrar, cambiar la esterilidad del desierto por la fertilidad de los árboles. Ese fue el reto de algunos pobladores de Guamote, en la provincia de Chimborazo. Un reto que es una realidad transformadora.
Una bruma espesa rodea las cortinas rompevientos de los cinco invernaderos de pinos, eucaliptos y especies nativas de la hacienda Totorillas, en donde más de 500.000 plantas germinan protegidas de la helada, la sequía y de esa azarosa bruma que envuelve todo el lugar.
Diariamente, un equipo técnico de 27 personas, integrantes del Comité de Gestión Local de Guamote, trabaja desde 1997 para vencer el avance del desierto, que está a tan solo tres kilómetros de distancia. Hasta ahora han sembrado 500 hectáreas de pinos; cerca de 1’200.000 plantas han echado raíces entre el polvo del desierto y para este año pretenden duplicar la cantidad.
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Agapito Muñoz es el responsable técnico del proyecto y por tanto debe dar cuenta periódicamente de lo que ocurre en el Centro Experimental para el Desarrollo de Especies Maderables de la hacienda Totorillas, ante una asamblea formada por doce organizaciones y la Alcaldía de Guamote.
“La iniciativa surgió luego de que la Alcaldía nos entregara en comodato esta hacienda que anteriormente perteneció al Instituto Nacional de Desarrollo Agrario. El objetivo aquí es frenar el avance del desierto y también brindar una alternativa económica a los comuneros del sector”, dice Muñoz, quien trabajó en conseguir el financiamiento inicial de 60 mil dólares, donados por la Fundación Interamericana, que ha seguido colaborando posteriormente.
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Todos los integrantes del equipo técnico son indígenas que históricamente cultivaron la tierra con chocho, arveja, cebada y avena; ahora, aparte de aplicar métodos sustentables en sus parcelas, también protegen a la zona del desierto, un silencioso enemigo que ya ha tomado más de 24 mil hectáreas de áreas baldías en el cantón, en especial las de la parroquia Palmira. Sus famosos arenales demostraron así que no son solo adecuados para dunas de arena negra y grandes cantos rodados parecidos a las piedras de un río, lo cual es toda una ironía pues aquí casi no hay agua.
Pedro Guascha colabora también con el proyecto y gracias a él obtiene el dinero necesario para mantener a su familia conformada por seis hijos. Su sueldo no proviene de los fondos del proyecto, sino de la venta de semillas y plantas, un ejemplo de autogestión. “Cuando era muy pequeño esta zona no era tan seca, tanto la deforestación como las técnicas agrícolas aplicadas terminaron causándonos un daño irreversible, ahora con pinos y eucaliptos pretendemos detener un poco este proceso”.
Antes de que se siembre una planta deben transcurrir diez meses, tiempo en el cual una semilla de pino se ha transformado en un brote de entre 30 y 40 cm de alto. Los cuidados, una vez colocada en la tierra, son mínimos, de ahí en adelante solo restará esperar hasta poder cosechar lo sembrado.
Un pino puede cortarse luego de 15 años, su madera se la utiliza para construir palets, también es útil para la elaboración de aglomerados. Un árbol de más edad sirve ya para mueblería. En la actualidad, el metro cúbico de madera se comercializa a casi diez dólares. Por tal razón, dueños de propiedades como el comunero de San Alfonso de Tiocajas, Baltasar Gabín, han sembrado pinos.
Del total de la ganancia, el dueño de la tierra se lleva el 70%, el 30% restante va para el Comité de Gestión Local; de este porcentaje, el Municipio también obtiene una ganancia.
Esta estructura administrativa y gerencial que da réditos a los involucrados, a sus hijos, así como a las organizaciones y al gobierno seccional, es parte del éxito del proyecto, pues tiene sustentabilidad y autonomía.
Esta visión empresarial es un acierto, como lo confirma Agapito Muñoz: “No le regalamos semillas ni árboles a nadie, aunque sea colaborador nuestro, porque de esa forma no estamos creciendo. Tenemos que ser profesionales en todo, hay que tomar en cuenta que cada árbol para nosotros vale mucho. El kilo de semilla cuesta 118 dólares y lo importamos de Chile, además estamos a más de 3 mil metros lo que dificulta la germinación y durante una helada la temperatura puede descender a -15°C”.
Con esa convicción, estos ecuatorianos frenan al desierto que furioso levanta a la distancia una nube de polvo que se estrella contra unos pinos que, en silencio, chocan hermanados sus finas agujas.