“La venganza es un plato que se sirve frío”. Con esta premisa arranca, tras seis años de silencio, Kill Bill Vol. 1, la cuarta aventura cinematográfica de Quentin Tarantino. En ella, el cineasta ha cimentado su prestigio a partir de una renovación del orden narrativo, el original empleo de las músicas, el collage genérico, el uso realista de la violencia, el artificio posmoderno y el tributo a los géneros populares.
La estructura discontinua de la cinta es esto, una película de artes marciales, mezcla de relatos de samuráis, de yakuzas, de espagueti, western, de manga y de cómic japonés.
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Tarantino resume la trama en las dos palabras de su título. La protagonista, una mujer apodada La Novia y conocida antes por Cobra Negra (Uma Thurman, quien tiene mucha química artística con el director), es una ex asesina profesional que quiere matar a su mentor, de nombre Bill (David Carradine, aunque en esta entrega aún no lo veremos), porque ordenó a su gente ejecutarla en plena ceremonia nupcial.
En la masacre perecieron su novio y el resto de familiares y amigos. Pero La Novia sobrevivió y ha jurado deshacerse uno a uno de los sicarios de Bill. Sobre las dos primeras asesinas gira la trama del volumen 1. Los otros dos killers serán las teóricas víctimas de una segunda parte que debe esclarecer muchas cosas, como si se tratara de un culebrón televisivo.
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En las breves escenas del pasado de la protagonista veremos su relación con la organización criminal dirigida por Bill, la matanza nupcial y la posterior recuperación de La Novia tras varios años en estado de coma en los que ha sido violada y humillada por el enfermero que debería cuidarla y por todos los que han pagado unos dólares por penetrar su cuerpo inerte. Pero todo esto tiene escasa importancia, pues Kill Bill es más una concatenación de acciones que de personajes, de movimientos que de decisiones, de soluciones físicas que de diálogos.
La película es un claro homenaje a las producciones de kung-fu realizadas en Hong Kong. En ella abundan los enfrentamientos rituales, la forja de una espada, las citas a Bruce Lee y las estilizadas coreografías que llevan la firma de Yuen Woo-Ping, pero también encontramos soluciones audiovisuales propias del western europeo, una larga secuencia diseñada con dibujos animados y todos los elementos mencionados anteriormente. Las distintas texturas cromáticas y la anulación del color tienen que ver con la agresividad visual de la secuencia y los deseos de los productores de mitigarla quitándole el rojo, porque para Tarantino, Kill Bill –salta a la vista– es su virtuoso y categórico capricho.
La diversidad prodigiosa de recursos que usa el hábil cineasta en esta excelente cinta, que no deja a nadie indiferente, mórbida, violenta, inmensamente atractiva visualmente, mítica y brutal, sangrienta y con bastante humor negro, demuestra que Tarantino es uno de los realizadores más carismáticos, sarcásticos y con imaginación del cine norteamericano.
Aún hoy, a tantos años de la película Reservoir dogs, no hay otro director occidental que planifique y mueva la cámara como él; que tenga los golpes de inesperada originalidad que recorren los interiores de sus sofisticadas, fuertes y coreográficas ficciones; que haga de la banal operación de ir al cine un apasionado regreso a las salas.
La película y la falsa clausura de su relato dejan en el aire interrogantes que afectan a todo lo que se ha visto y que anticipan una continuación mucho más apasionante aún que esta primera parte... por la que habrá que esperar.