En la CIA, “nada es lo que parece” y, por eso, “no te debes fiar de nadie”. En estos tiempos en que el destino del mundo depende de estos organismos de espionaje, estas premisas que se repiten constantemente en El discípulo, son realmente para preocuparse. En este thriller psicológico, una especie de juego de verdades y mentiras, Al Pacino y Colin Farrell ejecutan un interesante duelo de actores. El cara a cara entre ambos

–el uno, veterano de enorme oficio y talento; y el otro, camino a convertirse en el mejor intérprete de su generación– acaba convirtiéndose en lo mejor del relato.

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La película está inspirada en el caso real del agente Harold Nicholson, profesor en La Granja (un centro de reclutamiento de este servicio secreto norteamericano) que, entre 1994 y 1996, espió para el gobierno ruso. Así, la historia se desarrolla en el propio seno de la CIA, y arranca con la presentación del joven protagonista, James Clayton (Farrell), que parece ser un genio informático con una relevante falta de disciplina. Su inteligencia y actitud poco convencional despiertan el interés del curtido, Walter Burke (Al Pacino), quien lo asesorará en las más difíciles pruebas de los cursos de entrenamiento y lo ayudará a progresar en la lista de los mejores, pues parece haber descubierto en él a un espía en potencia.

A esto se suma una trama amorosa con otra alumna, Layla (Bridget Moynahan), que no termina de integrarse con la primera, sobre todo, hacia el final cuando se vuelven evidentes los esfuerzos por hacer que todo cierre. Y no olvidemos la inclusión del manido argumento del padre de Clayton, antiguo miembro de la CIA, fallecido en trágicas circunstancias misteriosas, que a partir de ese momento pasará a ser el comodín dramático del filme. De esta manera, la película nos introduce en los entresijos de esta organización desde el punto de vista de los novatos, y teje una trama de suspenso criminal dentro de dicho ambiente.

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Pero si esta primera parte, adornada por intermitentes apariciones de Al Pacino –quien no se entrega en demasía– exclamando frases impactantes o intrascendentes (“No tengo respuestas, solo secretos” o “Revelamos nuestros fracasos, pero nunca nuestros éxitos”), es la más entretenida del largometraje; la segunda mitad no logra atrapar tan fácilmente al espectador porque, una de dos, o este ha logrado descubrir el tinglado demasiado rápido o nunca se revelan suficientes datos sobre los supuestos secretos que Clayton debe proteger a toda costa como para sentirnos identificados con su misión. Menos mal que el director australiano Roger Donaldson (13 días, Dante’s Peak) es un eficaz artesano, y sabe cómo filmar todo tipo de secuencias, ya sean persecuciones, diálogos o escenas de relleno. Y nos entrega una película disfrutable y excitante a momentos, a pesar de los trucos repetitivos, clásicos del género, y un desenlace carente de sorpresas.