No sé por qué le dicen Yoyo. Asumo que es algo que le dicen a los “Jorge”; o, simplemente alguna curiosidad familiar que desconozco. En mi caso, conocí a Jorge Zavala Egas en el 2002, no personalmente, sino cuando estudié, con asombro y detenimiento, su artículo «Constitución, Ley y Reglamento» publicado en el Homenaje Póstumo al Dr. Edmundo Durán Díaz. Al terminar el artículo pensé: “por fin alguien me explica, sin simplismos geométricos de pirámides u otras figuras, la maraña de normas jurídicas que debo entender, interrelacionar, desarrollar y aplicar en mi carrera”. “Este señor debe ser un genio”, me dije como un joven estudiante. Y si que lo fue.
Luego vino el mito universitario. A lo largo de la carrera me llegaban historias de sus magistrales clases de Derecho Constitucional; de su capacidad oratoria profunda y clara que le permitía explicar, con precisión y sin poses farragosas ─tan habituales en las aulas universitarias─, complejas problemáticas jurídicas. Compartí algunas clases con una de sus hijas y soñaba con el día que me invitase a estudiar a su casa para prepararnos para algún examen y toparme con el maestro. Seguro no lo hubiera dejado en paz y, precisamente por eso, no me invitaron. Sus obras jurídicas ─cada una dedicada a uno de sus hijos─ son de obligatoria lectura para cualquier jurista que quiera entender el Derecho Público ecuatoriano. Pero a pesar de su prolífica obra jurídica escrita, a Yoyo había que escucharlo para entender porque era un genio. Hubo muchas charlas, pero, por ejemplificar una, recuerdo aquella sobre la independencia del poder judicial donde empieza con estas provocadoras preguntas: “¿Por qué a la democracia le es tan importante el juez? ¿Por qué al poder le apetece tanto el juez?”.
Lo saludé por primera vez cuando regresé de mis estudios de doctorado, en el año 2009. Asistí a unas de sus magistrales charlas y, ya con un poco más de bagaje académico, me esforcé en hacerle una pregunta que esté a la altura de las circunstancias. Recuerdo haberla escrito y reescrito varias veces antes de hacerla. Cuando finalmente la hice, empezó diciendo: “buena pregunta”. Me puse tan feliz que no puse atención a la respuesta.
Finalmente, hace pocos años, empezamos a compartir la defensa profesional de algunos clientes. En algún momento, me invitó a su casa ─ ¡al fin! ─ y me enseñó su legendaria biblioteca. Era un lugar mágico, con corredores llenos de libros y obras de todas las ramas del Derecho. Ahí, en una amplia mesa, me dio dos lecciones que me llevaré para siempre. La primera fue fulminante: “al cliente no hay que hacerle caso siempre”. Que no me escuchen los míos, pero es real y nótese el adverbio “siempre”. La segunda fue más abstracta y la aprendí porque lo vi haciéndola varias veces: hay que encontrar, con rapidez y precisión, el problema jurídico fundamental para el cliente y, desde ahí, armar una estrategia para defender tu caso.
Nunca le dije Yoyo. Jamás lo tuteé. Para mí siempre fue el doctor Zavala. Ahora, me lo permito: Gracias Yoyo. Espero que los que quedamos estemos a la altura de tu legado. (O)